EN EL DÍA DEL LIBRO, UN BESO Y UN
FRAGMENTO POETICO DE MI OBRA INÉDITA: “RECUERDOS”
Puente de nubes
puente de viento,
puente de historia
puente de estrellas, gitanos...
¡puente de tantos momentos!
Atardeceres de mi pueblo en
primavera. Calles larga de sol, poseídas ya por generosa floración de geranios
y gitanillas, algarabía de chiquillos en horas de recreo, piar de pájaros que
sobrevuelan árboles y tejados, bandadas
de vencejos en sonora algarabía por los campanarios y un verde en los campos crecidos en lluvia y
soles.
Como los trigos, las cigüeñas, las
amapolas, llegaban también, cada año,
con la primavera, los gitanos.
Y llegaban con sus canastillas de
mimbre y graciosas “enjugaderas”, con
sus cacharros de hojalata y cargados de churumbeles que, medio en cueros, corrían por las calles en creativos bailoteos y agradecidos a la
caridad de la gente.
Y recuerdo una tarde, casi única en
mi vida. El sol en anaranjado crepúsculo declinaba dorando las piedras del
viejo puente romano. El cementerio, crecido en cipreses, zizagueaba en sombra por el río
Las
calles, las plazoletas, balcones y ventanas lentamente abandonaban
el silencio negro, misterio, miedo,
secuelas trágicas en aquellos años de la posguerra. Los religiosos toques del
Ángelus irrumpían como halo de paz y oración.
Y yo, niña de cuentos, juegos, niña
de sueños, desafiando encantamientos y maleficios, me acerqué al mísero y
humeante campamento gitano, aparcado bajo nuestro singular puente romano,
dibujo del más bello de mis mágicos sueños. Y allí, una burra seca que se
revolcaba en el tierno verde de la hierba, y canalillos de agua que corrían por
entre los pies descalzos de los gitanos, y canciones, palmas y zapateados, y allí,
fuego, mantas por los suelos, ramos de jazmines, garrafas de agua...
Y allí mi más insólito
descubrimiento, un indescriptible olor, mezcla de paja, pringue, humo, caminos,
conjuros, magias… historias.
Daban las doce campanadas de la noche
en el reloj del Ayuntamiento. Por mi balcón una luna llena que me arrebataba en
precoces éxtasis de nostalgia. Imaginaba al campamento gitano tendido en el
suelo, contando las estrellas fugaces y con los ojos perdidos en luceros y
luciérnagas, y los oídos a coro con canto precoz de grillos y aire mago de la
noche en sus curtidos rostros como silbido hechizado y arrullo de sueños
bonitos.
Y aquella niña de diez años, que era
yo, escribió en la tela de su almohada, una singular frase: Quiero ser gitana
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