Las
limpiezas en la aldea, y casa por casa,
eran como un rito que conllevaba fechas especiales como las festivas pero
que formaba parte del guión de vida y
cada tiempo no muy espaciado se repetían Me llamaba la atención con el rigor
que aquellas faenas se llevaban a cabo y que incluían limpiezas hasta en los graneros de las casas.
Aquí
los otoños, los inviernos son largos y fríos, me dicen, como queriendo culpar
al tiempo que, con sus días cortos y sus noches largas, recoge a la gente
temprano al calor de los braseros, de las chimeneas y de los pucheros, que en
este tiempo se comen por la noche, con mucho pan, cebollitas en vinagre y
navaja en mano.
Al
atardecer, es bonito oír el chasquido de las herraduras de cuatro burros y que suenan como un lamento en el silencio de
la aldea, y las voces de los arrieros que regresan de no sé dónde pero ansiosos de calentar sus gargantas frías y
secas con unos “medios” en la taberna del Purga. A pesar de los malos augurios,
se me antoja corto el otoño, primero y el invierno, después. Me acostumbro a
ver las calles vacías, los charcos, el barro, el humo denso de las chimeneas,
el color plomizo de la aldea..., y la escuela, aquel ancestral recinto que
encontré a la que se le notan en las paredes blanqueadas
los nudos de los pesebres, larga y estrecha, con una bola del mundo partida en
cuatro pedazos, con un mapa de España de hule, cuarteado en trocitos, que
parece un puzle; con una alhacena cena llena de librotes antiguos y roídos por
los ratones, con mesitas astilladas y llenas de estrías donde los niños se
sientan de dos y hasta de tres en tres.
Aquella escuela, mi primera escuela,
cuando todavía soy casi una niña, es el lugar más alegre y más vivo de la
aldea. Allí, a pesar de la lluvia y del
frío, hay calor de vidas en flor, hay risas, canciones..., voces de niños que
representan la mayor riqueza, el único resquicio de vida que cada día, a las
entradas y salidas, moviliza a la gente, y alrededor de cuyas horas gira todo
lo que hay que hacer en las casas.
No
obstante, mi salud se quebranta, como creo
haber dicho ya, dadas las comidas
que, por necesidad y obligación se hacen
en la aldea a base de productos
todos procedentes de la matanza de cerdo, si bien de vez en cuando, le toca el
turno a algún conejo o gallo. En una ocasión me puse tan mal que un fuerte
dolor me obligaba a estar en la cama. Y recuerdo con inmenso cariño el desvelo
de todos, comenzando por don José que en moto iba y venía a Fuente Palmera a
consultar con el médico y a traerme medicinas, pero lo más entrañable fue la
vigilancia que voluntariamente se instaló desde la puerta de la calle hasta el
dormitorio.
No
llegó la sangre al rió y en unos día sestaba bien, pero sigo agradeciendo a tan
buena gente, a mis alumnas y al fallecido don José cómo me cuidaron. Aquello tenía
el mejor de los nombres y apellidos: amor y complicidad.
Mi
querida gente de Fuente Carreteros: muchos ya no están para dar fe de lo que cuento; otros, posiblemente
no se acuerden, pero, mientras mi
memoria esté fresca, como lo está al día de hoy, quiero ser testimonio vivo de
cómo fue y de cómo se vivió otra historia.
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