Don José, a la izquierda, su madre en el centro y un grupo de amigos y amigas
Buenos días, amigos/as: el relato siguiente es la
primera vez que lo cuento. Es totalmente real, si bien, no me parece ético
revelar el nombre ni algo que pueda identificar al hombre que quiso aprovechar
mi inocencia. Creo que fue fruto de los tiempos, de la represión etc. Por eso,
no lo he olvidado pero jamás le haría daño.
Aquella quincena primera de septiembre la pasé mal.
Por todos los medios intentaba acomodarme, pero no me resultaba fácil puesto
que las condiciones de vida, las necesidades básicas como servicio, aseo,
comidas, etc. quedaban reducidas a un mínimo que, ahora, al recordarlo, creo
que pude sobrellevar, ante todo, por mi gran vocación de maestra, acrecentada
por mi deseos de apostolado que me llevaba mucho más allá de lo estrictamente
profesional.
Los días me resultaban más llevaderos pero las
noches… ¡Qué miedo pasaba cada vez que tenía que ir al servicio, situado en el
último patio y en un gran corral donde no solo había gallinas, sino conejos y
algún que otro mulo, más cantidad de aperos del campo! Por otra parte, el citado
servicio quedaba reducido a un poyete con un agujero, algo para mi muy
complicado puesto que ni tan siquiera había puerta. Y era mucho porque pocas
casas contaba con aquel elemental wáter. Una noche, a solas, y escondida en un
rincón, lloraba en la iglesia. Alguien me descubrió: ¿qué haces aquí y por qué
lloras? –me preguntó con suma amabilidad-. La presencia de aquella persona,
para mí desconocida, me sorprendió, al tiempo que su aspecto y sobre todo su
evidente profesión me inspiró confianza. Si quieres -me dijo-, me lo puedes
contar, pero mejor salimos y damos un paseo en mi coche que lo tengo ahí, en la
puerta. Mi ingenuidad, que no podía ser más, unida a la congoja que me ahogaba,
no puso la menor resistencia, por lo que me encontré subida y en marcha con
aquel desconocido. ¿Dónde vamos? –me pregunté-. No te preocupes. Solo vamos a
alejarnos un poco de la gente para estar más tranquilos. Y así fue. Muy cerca
del lugar llamado Manantiales se detuvo. Le conté cómo deseaba volver a mi vida
religiosa y cómo mis padres, de buena posición, ignoraban mi estado. ¡Pobre
palomita presa a car en manos de algún gavilán! ¡Qué niña eres! –exclamó-.
Seguro que no conoces a los hombres y seguro que ignoras todo sobre sexualidad.
No contesté pero algo me hizo sentirme inquieta, algo que él debió percibir
porque, echándome un brazo por encima exclamo: ¡tranquila, mujer, tranquila! No
obstante, voy a explicarte algo para que vayas aprendiendo. Y, sin decir más,
con evidente temblor y sudor que le caía por la frente, se me echó encima.
Sinceramente no sé explicar qué sentí, pero fue tal el horror que, de un fuerte
empujón, pude escapar y correr por aquellos campos, medio ahogándome de miedo,
creyendo que me alcanzaría con el coche, y de horror por algo que no conocía
pero que intuía iba mucho más allá de una mera explicación.
Directamente, me dirigí a la casita de don José,
aquel cura santo de verdad. En aquella habitación, prosaico despacho, me acogió
con tal cariño y comprensión que nunca podré olvidar. Si quieres –me dijo-,
ahora mismo hacemos una denuncia; yo me encargo de ello, pero, al no haberte
visto nadie, siempre podrá decir que te asustaste, que todo es falso, etc.
Mejor que no se entere nadie; seguro que no lo vas a ver más.
Y así fue, pero ¡qué noches de delirios y miedos!
Hasta llegar la luz del día, me mantenía despierta como si pudiera aparecer y
tuviera que estar alerta. Don José, con máxima discreción, me ayudaba, me
acompañaba… Y mi escuela, mis alumnas y aquella buena me esperaba cada tarde,
acompañaba y era largos y deliciosos los paseos por aquellos campos.
Regresábamos, cuando, al caer la tarde, desde lejos las campanas, la iglesia,
la aldea, como dibujo de un bello cuento infantil, nos reclamaban.
Don José y amigos/as que me acompañaban siempre.
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