(Último párrafo del capítulo VII: Allí
estaba, acurrucada en una canastilla de costura llena de ropa, cuando los pasos
de Juana, me soliviantaron y corrí, que casi rodé, escalera de
caracol abajo.)
Y para este capítulo no tengo más ilustración que este cielo borrascoso por donde,no obstante, otea la luz.
Juana me recogió del
suelo llorando: ¡No puedo andar -repetía-, no puedo!; me duele mucho. Mi padre
acudió rápidamente en tanto Juana seguía con sus regañes de siempre: ¿Se
puede saber qué hacías arriba? Sabes que tu madre no quiere que estés ahí sola…
No es hora de reproches -dijo mi padre-. Ayúdame a llevarla a la cama.
Efectivamente, me había hecho un
esguince en el tobillo, por lo que mi padre, tras vendármelo, exclamó. No vas a poder andar en unos días. Desde
la cama veía la estatua de la mujer desnuda y el fraile de la veleta. Lucrecia
saltó a mi memoria como un quejido de dolor. Saqué una libreta y escribí: Lucrecia es mi amiga. Lloré, sí, recuerdo que lloré sin saber ver
bien por qué. Tal vez, torturándome algo
la cabeza y con la mirada perdida en palabras y paisajes que le pertenecían,
sentí tanto miedo que mi fragilidad no encontró más camino que el de las
lágrimas.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero
me había recuperado y hacía mi vida
normal cuando una mañana me desperté
con las primeras luces del día, oyendo el espeluznante doblar de campanas que
anunciaban muerte y que, como me sucedía siempre, me provocaron un repeluzno: ¿quién habría muerto? De repente las
noticias que a diario traía Juana del mercado me hicieron saltar de la cama. Se ha muerto una mujer de la del Calle del Río. La madre de esa niña
ordinaria que María tiene por amiguita.
Mi madre, mujer de gran corazón,
exclamó: ¡Calla, calla! La niña no tiene
la culpa. Además, que no se entere María. Ya sabes lo sensible que es…
Corrí y de un salto me planté en el
comedor donde mi madre desayunaba. Tenía ya trece años. ¿Te has enterado, verdad? -preguntó mi madre nada más verme. Sí; me han
despertado las campanas, y yo quiero ir… Eso no son cosas de niñas –me
interrumpió mi madre-. Pero Lucrecia es una niña y no tiene amigas. Tras un
breve silencio mi madre exclamó: ¡Anda, desayuna
y arréglate para el colegio!
Nada más salir aquella mañana, camino
del colegio, y desafiando miradas y palabras de los niños y niñas que me increpaban, corrí a la Calle del Río. En
la puerta, revuelo de mujeres que, sin prejuicios, barrían y fregaban. Entré
precipitadamente en aquella casa de olor a colonias fuertes y a polvos baratos.
Sentada sobre un viejo cajón, bajo la parra, la abuela de Lucrecia lloraba. En
sus brazos estaba ella que, pálida, ojerosa, despeinada, descalza… lloraba también sin consuelo. Al verme, un leve gesto de satisfacción se
dibujó en tu rostro: ¿Por qué has venido?
Como se entere tu padre... ¡Mi pobre
hija –repetía su abuela en ausencia de
todo- ¡Mi pobre nieta!
Y se deshacía en lágrimas amargas que
caían de aquellos ojos secos de años, secos de amarguras, secos de ¡sabe Dios
cuántos malos tragos! Se llamaba Encarna, pero la gente del pueblo la llamaban tigresa.
Un revuelo de mujeres, escuálidas,
ajadas, batas largas, como siempre, cabellos despeinados, pálidas, ojerosas
deambulaban de acá para allá entre incesante trasiego de gatos, rumores, comentarios: No vendrá el cura. Han dicho que a esta casa no entra. Habrá que
sacarla a la puerta, habrá que llevarla al cementerio...
Y encendían mariposas de aceite, colocaban ramos de crisantemos alrededor de un ataúd
pobre que me produjo tal convulsión que
me sentía el pulso por todo el cuerpo y
las manos me sudaban un frío de hielo…
1 comentario:
Que injusto es el ser humano, desprecia al que el mismo enseña a pecar y se aprovecha de su necesidad fingiendo se una persona decente y resulta ser de lo mas indecente. Un abrazo
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