Campanas catedralicias, murmullos de rezos conventuales,
tejados que chorrean, callejuelas empedradas,
ayes que agita el viento, y yo
que me repito: es la vida.
UNA bandada de
palomos surca los cielos de esta sierra, rincón del mundo, olvido de todos,
silencios entronizados en mi alma… ¡hace ya tantos años!
Pero los ecos que
vagan por el azul sombrío de este atardecer se tornan susurros en flujo de
vibraciones que me corren por los pulsos y perpetúan la belleza de tanto amor
vivido, de tanto amor no correspondido…
Un palomo, dos, tres…
En arrullo de amores revolotean por mi cielo vespertino, y mi alma en armonía
con la paz de esta sierra, entona canciones, viejas y nuevas.
Canciones, sí, al
azul del cielo, al azul del mar, al pardo de las hojas, al negro oscuro de esta
sierra donde mi nada se funde con los
mil olores de la tierra, y se iza también en vuelos blancos… Sí, mi nada se
pierde reverente ante tanta belleza.
Pero mi canción sigue
y sigue, plegaria que se aúpa en la copa de esta misteriosa tarde, abrazando la
luz infinita de tantas estrellas rotas que se desintegran sin manos que las
acaricien.
No importa el color,
no importa mi nada; tan sólo mi canción y mis manos extendidas a la atenta
mirada crepuscular que se cierra ya en
noche, tras las montañas.
Y esta bandada de palomos, uno, dos, tres…
libertad y brisa, caudal de mi ángelus en esta sierra que ya es triste y
oscura, donde se cierra la puerta de los
ecos y a solas conmigo, una oración me brota: quiero seguir en mi nada y volar
como esta bandada de… uno, dos, tres…
palomos.
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