Para ti, Lucrecia esta preciosa rosa. Tú no tuviste años de pétalos en esplendor, porque naciste, por mala pata del destino, ajada.
Pero yo guardo en el alma, el perfume de tu noble corazón.
ÚLTIMO PÁRRAFO DEL CAPÍTULO III: ( Sí, Lucrecia, mala hierba, hija del pecado, parto de una mujer de aquellas que se ganaban la vida en la Calle del Río, vestidas con batas largas, que fumaban y pecaban con los hombres y que daban a luz hijos sin padres, fue mi compromiso precoz, y hasta osado, con la vida)
Era una tarde de
vacación de jueves. Las calles del pueblo, húmedas por el vaho del
Guadalquivir, empezaban a ser oscuras, pegajosas, nostálgicas... Pasos de
arrieros, cabreros, aguadores que se simultaneaban en un perezoso bullir de
pregones por las esquinas. Fue en aquella casona del callejón de la iglesia que
hacía esquina con la fuente, la que tenía banderas en el balcón: la casa de
Falange, hogar posible de casi todas las niñas
-¡Ha
venido una nena nueva! -voceó alguien- Una nena de la Calle del Río; es la hija de una mujer mala.
Instintivamente mis
ojos la buscaron. Sí; estaba allí, sola, en un arcaico pupitre, trajinando con
las fichas de un viejo parchís. Su piel era de un blanco azulado transparente. Sus ojos,
saltones, con rojizos ribetes, pero lo
más sobresaliente de aquel espigado
cuerpo de unos diez años, eran unas
largas trenzas rubias de bote.
-¿Cómo te
llamas?-le pregunté tímidamente-. ¡Pchs... ! Como las gatas: Lucrecia -contestó
con voz más grande que sus años y mientras se rematabas una trenza que se le
deshacía-. Los nenes me llaman sapo, y un amigo de mi madre me dice la borgia.
-¿Y eso qué
quiere decir?
-No lo sé, y mi madre tampoco lo sabe, pero mi
abuela dice que es algo así como un apellido de cosas malas.
¡Me gusta tu nombre! -exclamé como si no hubiera
escuchado sus últimas palabras- ¡Lucrecia es un nombre bonito! ¿Jugamos a
pintar nubes? ¡Mira, mira!; hay borreguitos en el cielo.
-¿Borreguitos en
el cielo? ¿Dónde? ¡Yo no veo nada! –exclamó, asomándose a la ventana- Hay
muchas nubes. ¡A lo mejor llueve! ¿Y tú cómo te llamas? ¿Y cuántos años tienes?
-María, como
la Virgen -contesté con la timidez que
me caracterizaba-, y tengo los mismos años que tú.
-Mi abuela dice
que María nos llamamos todas las mujeres, y mi abuela dice que la Virgen tiene
muchos nombres porque la que hay en la ermita se llama Estrella, y mi abuela
dice que nos ayuda pero yo la he visto y es un palo.
-¿Un palo?
–pregunté sorprendida- Es la Virgen, y mi madre es la camarera.¡No digas eso de
la Virgen que es pecado!
-Pecado es robar
y matar, pero la Virgen es un palo. ¡Pecado! –exclamó riendo en una
desentonada
carcajada
-Bueno, ¿nos
vamos al terraplén de los Grupos?
-¿Es que eres mi
amiga? Yo no tengo amigas. A mí nadie me quiere. Como vivo en la Calle del Río...
-Yo sí te quiero
y podemos ser amigas, pero no digas que la Virgen es un palo.
-¿Tú mi amiga? ¿Y
si se entera tu padre? Seguro que te castiga. Tu padre es el médico, ¿no? Tu
padre tiene dinero; seguro que te castiga.
-Mi padre no se
va a enterar. ¡Vámonos ya!
Cogidas de la
mano, corrimos por aquellas calles preñadas de otoño por las que ya se auguraba el olor de castañas asadas, braseros humeantes de
alhucema, chasquido de burros acarreando aceituna a los molinos, palabrotas de
los arrieros…
En un santiamén
nos plantamos en el terraplén, tras los Grupos Escolares. Allí, tendidas boca
arriba en el pasto, cuyos tonos se confundían con los pardos ya de la tierra, que exhalaba húmeda fragancia, jugábamos y trazábamos garabatos
en el aire. Las campanadas del
Ángelus confirmaban la avanzada hora del crepúsculo.
Nuestras almas de
niñas, nuestros pequeños cuerpos, aupados en una insólita dimensión, pegados el uno al otro, sellaban
un pacto: Siempre seremos
amigas. De pronto, de la nada, del silencio, surgió súbitamente
un cuerpo, una mirada, una voz, una mujer que, desde los rigores de un luto,
anatematizó, mirándome fijamente:
-¡Ya le diré yo a
tu padre con quién andas, María! ¿No
sabes que ésta es la hija de una mujer mala de las de la Calle del Río? ¡Para
qué cuando tu padre se entere!
Un solivianto nos
puso de pie.
-¡Corre,
corre! -exclamó Lucrecia, al tiempo que
increpaba desenvuelta a la oscura mujer– Mi madre no es mala. ¡Eso será la
tuya, vieja fea! ¡Corre, María, antes de que se chive esta bruja! ¡Que no se
entere tu padre! ¡Dile que estabas con la boticaria! ¡Dile que esta mujer es
una mentirosa!
Las últimas
palabras que pude escuchar en mi huida fueron: Mi madre es buena, hija de puta
2 comentarios:
La maldad de muchas personas es inmensa. ¿Que culpa tendrán los hijos de lo que hagan sus padres.? Posiblemente si en vez de censurar se ayudara no habría tanta desgracia. Un beso
Un beso, amiga. Gracias.
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