Hoy retomo las vivencias de los años de la posguerra en
tiempo de Cuaresma y con ello, . pretendo, como testigo, dar fe de costumbres de
años vividos sin entrar a juzgarlos porque siempre y todos somos hijos de los
tiempos que vivimos. Así que como historia, más que como hecho religioso.
El miércoles de ceniza, comienzo de la Cuaresma, era de
rigor el asistir a Misa y desfilar por
el Altar Mayor para recibir de manos del sacerdote la correspondiente imposición
que se reducía a un garabato en la frente con las consabidas palabras:
En polvo
eres y en polvote convertirás.
Para los niños era –ingenua competencia- motivo de
rivalidades el comprobar quién tenía el tiznón más grande, y quiero recordar
que nos duraba todo el día como si aquella ceniza nos librara de todo mal.
Con la llegada de la Cuaresma, todas las imágenes de las
iglesias se cubrían con telas negras o moradas. Era un espectáculo triste que a
mí, personalmente, me provocaba una especie de depresión y deseaba con toda mi
alma que llegara el Domingo de Resurrección para que todo en la iglesia
volviera a ser normal.
Y la austeridad llegaba no sólo a las imágenes sino que el
ambiente en general evocaba penitencia con restricciones en casi todo lo que pudiera
salir un poco de lo rutinario. Así, el cine, por ejemplo, los dulces, e incluso
las canciones, todo tenía que moderarse y el máximo exponente eran los sermones
de la Misa en los domingos. Inducían a la penitencia, al recogimiento por la
remisión de los pecados.
También con la Cuaresma llegaban los ayunos y
abstinencias, popularmente llamadas éstas, vigilias. Los ayunos
obligaban a los que habían cumplido 21 años; estaban dispensados, los
que hacían trabajos pesados, los faltos de salud, los pobres que vivían de
limosna y los que habían cumplido 60 años.
La abstinencia, por el contrario,
obligaba a todos desde los 7 años
cumplidos. Dicha abstinencia consistía en no comer carne durante la Cuaresma a
no ser que se tuviera bula, documento pontificio que se compraba para eludir, con el beneplácito de la
Iglesia, el veto de comer carne quedando reducida la abstinencia sólo a los
viernes de Cuaresma.
Las comidas que más abundaban eran
potajes con acelgas y bacalao. También
las torrijas, dulce casero muy propio de aquel tiempo y que, a pesar de los
años, sigue siendo privativo de estas fechas.
Como si lo viera, recuerdo, cuando mi
padre, al fin, llegaba con las bulas y las mostraba a mi madre para que las
guardara. Aquellos papeles a mí me parecían sagrados y, cuando los encontraba,
muy bien doblados en el “secreto” de la cómoda, ni tan siquiera me atrevía a
tocarlos.
Otra peculiaridad de la Cuaresma eran
los Vía crucis que la gente hacía de forma individual cualquier día de la
semana, recorriendo uno por uno, cada estación, que era, y que son, pequeños
cuadros representando la Pasión, situado alrededor de la iglesia, pero
oficialmente, es decir, bajo la dirección del párroco, se celebraban los
viernes. Pausadamente, rezando, arrodillándose y levantándose se recorría el
Vía crucis con especial detenimiento en las representaciones de las tres caídas
de Jesús bajo la cruz y que en cada una de ellas se entonaba el “Perdona a tu
pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónalo Señor”. Etc
Tiempos que pasaron y nos marcaron, pero nunca se olvidan
porque en ellos vivimos también días, horas de comunicación, de complicidad, de
cierta hermandad: nos conocíamos, nos saludábamos y siempre mediaban palabras
de amistad.
Como niña que fui de la posguerra, y dada la buena memoria
que al día de hoy conservo, me veo con mi
tupido velo hasta las rodillas, siguiendo religiosamente todos los actos
de la Cuaresma. Por cierto, conseguí un Viacrucis de estampitas que coloqué
felizmente en el dormitorio que compartía con mi hermana Blanca. Ella, mucho
más despabilada que yo y menos condicionada por prácticas religiosas, nada más
verlo, y cogido con alfileres como estaba, de un manotazo lo quito y tiró a una
papelera, exclamando: ¡lo que faltaba, convertir el dormitorio en sacristía!
Recuerdo que lloré, pero aquellos excesos en una niña no
eran ni saludables porque el tema de los pecadores me hacía permanecer horas de
rodillas en las noches, cuando todos dormían.
Ingenua y sensible, tan solo deseaba alcanzar aquella
santidad tan predicada y que con el paso del tiempo quedó reducida, y en ella
sigo, en palabras del Evangelio: amar al prójimo como a uno mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario