Una de la madrugada de un día cualquiera de este mes de marzo, gigante que, a dentelladas, devora un
año más, trompeta gigante del tiempo a cuyo
toque nacemos y morimos. Y ay..! a cuyo toque, en noche de azahares
y jazmines, mi amor se le rompió la vida para siempre.
Crecer, crecer en vuelos; sí, eso es el vivir, camino del mar, donde me aguarda la paz
infinita del remanso, luz de todos los tiempos, latido de amor de todos los
hombres.
Me gusta sentirme río que nació lejos
-¡sabe Dios qué lejos!-, entre montañas, deshielos, frescura, verdor...
limpio, noble muy niño, juego... ¡tan poca cosa!
Pero aquel espumar casi de la nada
emprendió camino adelante, a la sombra de álamos plateados, al unísono de calandrias
y ruiseñores, de riberas, corrientes, chinas blanacas, chinas negreas, pozos...
Luces, mucha luces. La noche se cierra en luces, camino estrellado por donde mi alma, a tientas, exhausta, busca
el más allá. No te vayas, Dios. Dime: ¿existes? ¿Eres tú mi creador?
¿Me miras, me ves, me oyes, me esperas? Pronuncia una palabra, una sola, que
sabré entenderla, que la estoy esperando porque quiero saber cómo sacarme otra
vez de la nada.
Y, ¡anda! ¡Si estoy aquí! ¡Si salgo
cada día, cada minuto de la nada!
¡Anda! ¡Si la ancestral flauta de un
afilador me saca a la terraza!
Mis manos siguen prendidas a la
vehemente urgencia de cada aurora, niña de un día
que, como yo, tiembla en horizontes
blancos, cuna donde nacen y mueren los sueños
¡Voz de Dios!
Irrumpe creadora en mi alma, carpa de silencios negros, y clama de
nuevo en esta mañana de sol, de
primavera: ¡Hágase la luz!
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