Desde el pudor de las ocho de la mañana, mi “objetivo indiscreto” estaba oculto entre una fila de coches.
Y allí silencio, arrullo de palomos, bandadas de estorninos, una iglesia, una plazoleta... Allí frente a mí una residencia de la tercera edad. De repente, balcones y ventanas se tornaron vida. Era como si personajes sin nombre, míticos, pertenecientes a otras historias, afloraran reencarnados en brazos, manos y almas que se agitaban entre barrotes y se estiraban casi al compás, desmenuzando migas de pan que provocaban remolinos de arrullos y soliviantos de alas.
En el silencio de la hora una perezosa campana, como urgente reclamo, tornó aquella extraña escena en puertas, de nuevo cerradas, en paredes blancas, en santuario de recuerdos infinitos, en vidas rotas por los años, dolores y por la dura ausencia de seres queridos.
Dentro de mi coche me sentí violadora de una sagrada privacidad que allí, entre cuatro paredes y a cuestas de vidas que ya no eran, que solo quedaba de ellas la hora maga de revuelo de pájaros y picoteo de palomos, como nube de lágrimas rotas, descargaba instantes de sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario