Un anciano debería ser un lujo para la familia
porque nada hay más cálido, tierno, entrañable,
más sabio que un abuelo, porque también
en sus labios de pastosas salivas se esconde experiencia, sabiduría,
acertados consejos que nadie pide que nadie precisa… que todos nos perdemos.
Son
bellos los ocasos, si hay ojos que los descubran en los mágicos aleteos
de ángelus crepusculares. En lo
más recóndito de sus almas vive, entre dolores sin quejidos, entre reproches
sin respuesta, entre el quebranto de un cuerpo que ya no les sirve, el niño, el
joven que fue y quisiera seguir siendo…
Y en murmullo que solo su alma escucha, se
repiten:
Ya no
me sirve este cuerpo, pero mi alma sigue siendo joven ilusionado que sueña, que
ama...
Pero
no me sirve ya este cuerpo de barro que, día a día, se torna declive,
que se desmorona…
Ya
mis ojos, que tan largos horizontes alcanzaron, que tantos auroras recibieron,
que tantas puestas de sol despidieron...
son casi nubes de niebla que, más que ver, intuyen, sienten...
Ya
mis oídos, tan llenos de trinos, de músicas, de palabras empiezan a ser torpes
grabadoras que se afanan por alcanzar la
belleza infinita de tantos sonidos de la
tierra.
Ya
mis manos, repletas de caricias, de cándidas
creaciones, de infinitos trabajos son casi trémulas herramientas que se siguen
izando a la búsqueda de una rosa, de un beso... de una lágrima, de una
sonrisa...
Ya
mis pies, tan pasajeros de recónditos caminos, siempre tras la búsqueda de un
azul de mar o cielo, hoy ya, torpes, doloridos, caducos... no obedecen, se
revelan... me niegan y, como
fatigados remos, surcan tan sólo superficies siempre a la deriva,
vagabundos perezosos de los misterios de antaño
Ya no me sirve este cuerpo ¡Tengo que nacer de nuevo! ¡Tengo que morir! ¡Venga, Dios que te estoy
esperando!
Y MIS OJOS Y MI CÁMARA RASTREAN SU SOLEDAD Y SILENCIO, EL DRAMA INÉDITO DE
NUESTROS ANCIANOS
EL SEÑOR DEL JARDÍN
Sí, con sus pies torpes, sus muchas enfermedades, sus noventa años, él
era, porque yo así lo veía, el señor del jardín. bien vestido, aristócrata de
gestos, más que de palabras, borradas por un evidente parkinson, colgado de una
descomunal pipa, a todas horas y por cualquier camino o atajo del jardín, en
todas las estaciones, por entre arbustos, paso de trenes, juegos de niños,
corrillos de ancianos, o éxtasis en parejas de enamorados, aparecía aquel
hombre de muchas y viejas historias. recuerdo sus torpes reverencias al saludarme, y recuerdo
sus ojos pequeñitos, clavados en los míos, mientras, entre temblores, trataba
de contarme su pasado. un pasado honorable, del que no obstante se hacía
patente una queja: nueve hijos y, ¡cuánta soledad!
también,
un día, el señor del jardín, se me fue para siempre. en memoria de él escribí
su nombre en una gran palmera, su árbol favorito. la llamé palmera de los besos
porque cada día, cuando paso junto a ella, deposito un beso que mando al señor
del jardín para que allá donde esté sepa que su recuerdo seguirá vivo en este
su reinado de soledad.
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