Final del Capítulo IX: Nadie la conocía, nadie podía haberla manipulado. Nadie.
..............................
Sucedió algo, sí, algo que, a pesar del tiempo
transcurrido, sus tentáculos me siguen flagelando, aumentando mis angustias, ya
demasiadas... Era tiempo de cementerios. Visitaba a horas tempranas y en
compañía de Eolo, la tumba de mis padres, De pronto, la presencia del
otro líder embrionario, la de mi vecino, sí, el que llegan sus michelines antes
que él. Resultaba una estampa con su ramo de margaritas en las manos. ¡Vaya!
–exclamó como saludo- ¡Qué buena compañía puede ser un chucho! Se llama Eolo
–contesté- Pues, tanto gusto, Don Eolo: me alegro de saludarlo –dijo haciendo
una medio ridícula reverencia-. ¿Te has enterado de la noticia? ¿Qué noticia?
–pregunté y no con mucho interés-. La de la niña ésa de la calle del Río. ¿Qué le pasa? ¿Qué niña? Pues que
dicen que se le aparece una mujer con el
cuerpo de humo. Por curiosidad estuve allí el otro día y aquello era una feria. Gente venida de pueblos de por aquí. Quieren creer que es la Virgen. Como la
pobre niña, desde que murió su madre, vive sola... Algo sorprendida contesté: ¿La
Virgen? ¡Ni una palabra! No he oído comentarios en el mercado ni en la
farmacia... Pues, ¡pregunta, pregunta o pásate por allí! Creo que es hija de una
mujer que tuviste hace años. ¿De Carmen? Puede ser; no recuerdo el nombre.
La
historia de aquella insólita aparición y, sobre todo, el saber que podía
tratarse de una pequeña que conocí, prácticamente recién nacida, me inquietó. Decidí visitarla al día
siguiente a la hora que me había indicado mi vecino.
Efectivamente,
aquello era una auténtica verbena religiosa.
Allí, rodeando la casa de la niña, un ejercito de piedades: gente con
mecedoras que cantaba y rezaba rutinarias Avemarías, carrillos de inválidos,
pancartas en las que se leía: "Sálvanos, Virgen María", algún
que otro puesto de estampas y escapularios, fotógrafos y hasta algún
periodista, cámara al hombro. No
podía comprender cómo todo aquello llevaba tiempo sucediendo a dos pasos de mi casa, y yo sin
saberlo. Es verdad que mis salidas se reducían al paseo diario al jardín, más
bien tarde, con el fin de evitar demasiadas curiosidades por parte de intrusos
que no faltaban, pero siempre, palabras con gente conocida, saludos y también alguna rápida visita a María Luisa. Pero, ¡ni palabra
de aquella historia!
Aquella
tarde, mi presencia, entre el maremagno de fervores y morbo, fue evento más que
sumar a las muchas y grandes expectativas allí concentradas, pero mi intención
irrevocable y tal vez osada, dictaba mucho de ser la guinda de aquel espectacular montaje: quería ver a la niña,
hablar con ella, tratar de ayudarle... No
fue difícil mi cometido. En unos instantes, el padre y yo nos
apresuramos en saludos. Era el herrero del pueblo, un hombre obeso, de cuello
corto, de pelo cano, de pequeñísimos ojos azules que medio se perdían entre la visera de una mustia gorra. ¡Pase,
pase, señora! -exclamó en una medio reverencia, al tiempo que se
limpiaba el sudor del cuello. Perdone que me haya presentado sin avisar pero…
Usted es siempre bienvenida a esta casa; mi mujer siempre le estuvo agradecida.
¡Pase, pase! Sentada sobre una cama de
hierro con perinolas doradas estaba la pequeña de no más de doce años. Con la cabeza entre las manos parecía sumida
en una total ausencia. Me acerqué a ella
y le acaricié el manto sedoso que resultaba ser su larga cabellera rubia.
Se
incorporó y pude ver la palidez de su
rostro, y unos grandes ojos que, como si
pidieran clemencia, quisieron sonreírme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario