(Final del capítulo XIV: Él nos da la bienvenida. Ya verás que se trata de alguien muy
especial.)
Me condujo por pasillos de silencios y
penumbras al salón de encuentros del que me llegaba ya un suave murmullo. Más que salón, aquel lugar me pareció una gran nave de techos altos y
visibles traviesas de madera que confluían en una especie de bóveda. En uno de
los extremos se alzaba un escenario perfectamente decorado con alfombras, una
gran lámpara y un majestuoso sillón. El resto del salón era un pavimento de
lozas rústicas, cubierto de colchonetas, matemáticamente alineadas y sillas de
anea pegadas a las grandes paredes, sillas donde las pandillas de llegada se
iban situando dando la impresión de que los sitios estaban asignados con todo
rigor. En este lugar -me dijo- escuchamos a nuestro líder, nuestro guía que se
desplaza desde Madrid todas las semanas para asistir a este acto. Ya verás que
sus cualidades sobrepasan todo lo imaginable…
Cada vez más confusa y
hasta temerosa, lo interrumpí: Nada me dijiste de él. Yo creí siempre que se
trataba de algo más normal… Querida, ¿qué encuentras de anormal en que
consideremos superior a alguien que lo es por muchas razones? Te encuentro
demasiado nerviosa. Asustada, diría yo,
y no es ese el concepto que tenía de ti. Pues ya ves que estabas
equivocado –contesté en la certeza de que había intentado intimidarme-. ¿Por qué túnicas? ¿Para qué esas colchonetas?
No le dio tiempo a
contestarme porque el sonido de una campana silenció el leve murmullo, al
tiempo que todos los asistentes se ponían de pie con los brazos en cruz. Yo me
quedé sentada y casi perdida entre tantas telas
que colgaban de las grandes mangas de aquellas vestiduras. Me llamó
poderosamente la atención observar cómo algunas de aquellas personas, al elevar
los brazos, dejaban al descubierto idénticos tatuajes al del Hombre Humo. No,
aquello no se trataba de algo baladí; sin duda tendría su significado. Me
debatía en conjeturas cuando de pronto
se apagaron las luces del salón y el escenario se iluminó con una tenue luz blanca
azulada. Allí, en medio, como por arte de magia, apareció un hombre bastante
mayor, diría yo, no muy alto, grueso, de larga barba blanca, con túnica
igualmente celeste, ojos diminutos en un incesante rutilar y con los
brazos también en cruz. El silencio era tal que podía escuchar los latidos de
mi corazón desbocado ante tal espectáculo El silencio era tal que podía
escuchar los latidos de mi corazón desbocado ante tal espectáculo. Sin palabra
alguna y sólo a un descender lentamente los brazos de aquel hombre, el resto,
como obedeciendo una orden, en absoluto rigor se dirigió a las colchonetas y
como todo un rito, primero se sentaron con la cabeza apoyada en las rodillas y
después, a un nuevo sonido de campana, quedaron tendidos con los ojos cerrados
y sin el menor movimiento.
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