(
FINALDEL CAPÍTULO X: Se incorporó y pude ver
la palidez de su rostro, y unos grandes ojos que, como si pidieran clemencia, quisieron sonreírme.)
Me
senté a su lado y le cogí una mano. Estaba fría, helada... Ya va a ser la hora - dijo el padre,
consultando un reloj de bolsillo. No
tengas miedo. Acércate al espejo ya. Yo me encargo de comunicar lo que te vaya
diciendo la señora
Como
si fuera un robot, la niña se levantó y caminó unos pasos hasta colocarse
delante del espejo de un gran armario ropero. Le rechinaban los dientes y unas
gotitas de sudor comenzaron a brotar de su frente. Temblaba. ¡Ya viene, ya la oigo, ya está aquí! –
exclamó con palabras entrecortadas-. ¿Es
la misma señora de todos los días? –preguntó el padre en su papel de único y
privilegiado portavoz-- Sí, es
la misma, pero hoy está seria. Dice que tengo que ir con ella. ¿A dónde? Pregúntale que adónde quiere llevarte.
El
silencio de la calle era sepulcral. Aquel hombre, medio en trance,
hablaba a través de un pequeño micrófono colocado en la habitación y conectado
con el exterior. Un halo de tremenda expectación
se apoderó del bullicio como si realmente una presencia sobrenatural los envolviera y
transportara a otra dimensión, desde la cual sólo era válida la voz
bronca del hombre que entre pitidos de
los altavoces y palabras casi
ininteligibles repetía cuánto acaecía en aquella pequeña y prosaica habitación.
La
pequeña, súbitamente se puso rígida. Sus labios balbucearon unas palabras: Dice que me vaya con ella. Pero, ¿adónde? -insistió el padre-. Sin
respuesta alguna, la niña comenzó a caminar hacia la puerta de la calle. Le
cogí de nuevo la mano y salí con ella. Llegamos
a la calle. La gente abría paso con el mismo fervor que lo hiciera ante
la presencia de un espíritu sobrenatural, y no sólo la miraba, sino que,
tras ella, se inició un reverente caminar. En total
mutismo, llegamos al río. La pequeña, como sumida en un profundo sueño, ni tan
siquiera parpadeaba. Caminó hasta llegar a la orilla y, una vez allí, siguió
avanzando dentro del agua que, en un instante, la cubrió hasta la cintura, al tiempo
que una exclamación unánime rompió el silencio:¡No! ¡Se va a ahogar!
Sin
esperar más, me abalancé al agua y,
cogiéndola entre mis brazos, la
zarandeé, repitiendo su nombre: ¡Estrella, Estrella! ¿Qué vas a hacer?
¿Dónde vas? ¡Mírame! Estoy contigo.. Como si regresara de una profunda
pesadilla, la pequeña abrazada a mí, rompió a llorar sin cesar de repetir: ¡Quiero irme con mi madre! ¡Quiero estar con
mi madre! ¡Mamáaa, mamáaa..!
El
silencio persistía, si bien, pasado un tiempo, en corrillos y comentarios, la
decepción total: no era la Virgen; era
su madre que venía por ella. Si no es
por la señora Daliana, se ahoga. Sólo ella podía salvarla…
Aquella noche no pude dormir. Sobre la una de la madrugada
sonó el teléfono.... Sí, era Iván, el hombre Humo...
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