(Final del capítulo XI: Aquella noche no pude dormir. Sobre la una de
la madrugada sonó el teléfono.)
Medio dormida lo descolgué; también mi hermano solía llamarme tarde. A punto
estuve de colgar cuando distinguí claramente la voz de aquel hombre que me
provocaba tal rechazo y temor que, aún en la distancia, me hacía sentir largos
escalofríos. Buenas noches, Aurora. ¿Dormías? Trabajo intenso me ha impedido llamarte antes;
perdona la hora. He tenido noticias de cómo has salvado a una niña de morir
ahogada… Y por cierto, mañana, como te anuncié, no podré pasar por ahí. Me ha
surgido un inesperado viaje. Será Dios mediante, el próximo. ¿Qué me dices? Unos
instantes de silencio y ladridos de Eolo que, como siempre dormía junto a mi
cama y que también se despabiló, fueron casi la mejor respuesta que podía
darle. Insistió: ¿Estás ahí? Dile a tu perrito que son horas de dormir… No sé
qué responderte –dije, al fin-. No sé qué quieres de mí y… Solo deseo –me
interrumpió- que me acompañes a una reunión de amigos a la que, por cierto,
suele asistir tu amiga Teresa. Si eso te hace sentir mejor, puedes llamarla.
Comprobarás que no nos comemos a nadie.
¿Teresa? –pregunté sorprendida—Llevo siglos sin verla. En fin, lo
pensaré.
El nombre de Teresa me tranquilizó. En realidad llevaba
muchos años sin verla. Su madre y la mía eran compañeras de carrera y, entre
ellas, había cierto paralelismo de vida, por lo que nuestros viajes incluían
siempre una parada en casa de Teresa. Eran tardes de jícara de chocolate en
animada merienda. Más tarde fuimos compañeras de instituto y de algunas historias de juventud, pero
nada sabía de su vida desde mi divorció
que nunca aprobó. Decidí, no obstante, hacerle una visitaba; necesitaba
enterarme de una vez qué buscaba aquel hombreen mí.
¡Qué mal pasé! El padre de
Teresa, que casi ciego, casi sordo, casi
que no se mueve y, por supuesto, no conoce. Sí, alzheimer, comiendo sopa de fideos que le
resbalaban por una descuidada barba y hasta se le quedaban pegados en ella. Y,
por si fuera poco, sin dejar de gargajear en un insoportable olor a orines. También
ella me impresionó. Había engordado una barbaridad, envejecido y se había achicado de forma
notable. Si bien me atendía como siempre, la notaba dispersa, descuidada en su atuendo e inmersa en un deterioro de todo. La
casa olía mal, el mobiliario, con polvo de tiempo, antiguo, triste… Sentí ganas
de salir corriendo, nada más entrar en aquella pequeña salita de estar, que yo
bien conocía, pero aquellos fueron otros tiempos. Teresa debió captar mi
malestar porque, disculpándose y medio lloriqueando, exclamó: ¡Tengo la casa
tan abandonada! Mi padre me lleva el día
y la noche…No te preocupes –dije, sintiendo algo de compasión- Me
imagino que un enfermos así de be ser muy absorbente. ¡No lo sabes tú bien!
–exclamó limpiándose los ojos con un pañuelo de papel que tenía encima de la
mesa. Gracias a unos amigos, voy tirando…Sí, los amigos son, a veces, más
importantes que la familia –dije-. Me alegro de que tengas compañía, al menos.
No, eso no. Por aquí no vienen. Soy yo la que me reúno con ellos y lo paso
bien. Es como una terapia. Tienen fórmulas de relajación. Meditación… Nos
reunimos en una gran mansión, en una finca rodeada de grandes árboles. En fin,
me ayudan.
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