Esta pequeña quiso fotografiarse conmigo hace unos años.
(Carta que escribí hace algún tiempo a
una niña de color)
(He estado sin Internet por lo que esta carta llega con algo
de retraso)
Delante de mí como si de repente, sin haberte engendrado,
sin haber sufrido dolores de parto, me hubieses nacido, tengo tu foto entre mis
manos que me tiemblan y me sobran para acunar tu cuerpo tan chiquito que más
bien son pañales de recién nacida que me huelen a mimos perfumados y limpios.
Al pie de la foto tres palabras que sobrevolando cielos y mares han aterrizado
en el buzón de mi casa ”Tu niña negra”.
La historia de esta insólita
“propiedad” fue el repente misionero de alguien lleno de amor por sus hermanos,
los hombres, y que en sus mejores años de joven emprendió vuelos hacia el
Tercer Mundo, cuna negra que despabila sueños en eternas noches de hambre. Y
allí, en un desvelo de mosquitos y sudores, a la luz de una nada, perdida en el
olvido de todos, mis “Cartas a Lucrecia” arrulladas por la agobiante sinfonía
de grillos y chicharras. No merezco tanto, pequeña, y, sin embargo, cuando supe
que puntualmente, mis pobres y, a veces, torpes palabras en artículos viajaban
a esa mansión de fatigas y rigores, me gratificó tanto que, aunque quisiera, no
podría faltar a esa cita en la que mi nada -de eso puedes estar segura- se hace
presente como si, por un milagro, mi cuerpo y mi alma pudieran desdoblarse y
repartirse, y hacerse presentes allí, donde la soledad y la incomunicación, las
más insufribles armas, son una palpitante realidad de cada hora de cada minuto.
¡Eres preciosa, mi pequeña niña! Te esperaba, desde aquel día que la”
mamá-blanca “, poniendo a prueba todos sus valores, te arrancó de un vientre
exhausto para abrir tus ojos a la vida.
No me canso de mirarte, porque no eres
un sueño bonito en el que deleitarme y pasar más tarde a la página del olvido.
No, tú, pequeña Isabel negra, eres de carne y hueso, a la que cuanto más miro
más puedo reconocer como mía, y no porque lleves mi nombre, sino, porque, al
tenerte entre mis manos, noto que me brota un manantial en los adentros que me
llena de fervores como si amaneciera en un día festivo. Hace tiempo que no me
siento tan joven y vieja al mismo tiempo. Tú, niña tercermundista, no puedes
entenderlo, pero yo también un día, anciano ya, tuve vocación de ola que,
navegando por los mares de todos los universos perdidos, pudiera llegar hasta
ti y ser manos que te ayudaran a nacer, que te mostraran las primeras letras,
que acariciaran tu piel de chocolate arañada por los soles implacables que te
castigan con sus huellas sin respetar tu inocencia, y que darán con tu vida
posiblemente, en una precoz sepultura. No, no puedo soportar tales pensamientos
y menos ahora que te siento parte de mí. ¿Por qué la vida, me apartaría, en
aquella prehistoria de mis vírgenes deseos, de poder estar hoy entre tus besos,
tus sonrisas, entre tus lágrimas...? No obstante, gracias a ti, hoy, después de
tantos años, puedo proclamar mi juventud, porque a pesar de mi impotencia para
evitar tus males, a pesar de aquella mi vocación frustrada, a pesar de que nada
tengo para darte, la sangre me bulle en las venas y el ritmo de mi corazón
palpita como en sus mejores tiempos al caer en la cuenta de que ese Tercer
Mundo -¡maldita sea!- no es sólo de países perdidos en puntos negros de los
mapas, sino que, aquí, en mi ciudad, en mi barrio, en mi escuela, hay muchos
seres humanos que viven en un caos tan tercermundista como el tuyo, porque
nosotros, los cultos, civilizados, progresistas, ”primermundistas”, olvidamos y
marginamos a los niños problemáticos,olvidamos y marginamos a los jóvenes que
día a día suicidan el vidrio de su mirada con el aguijonazo de la droga,
olvidamos y marginamos a los minusválidos, a los homosexuales, a los gitanos, a
los ancianos e incluso a aquellos que, por las razones que sean, ni tienen , ni
son de nuestro mismo Dios.
En mi cartera, querida niña, entre las fotos de mis
hijos, guardo la tuya. La llevará siempre conmigo para recordarme, cuando coma,
que tú pasas hambre, y cuando llegue a mi escuela cada mañana, que tú tal vez
no puedas escapar de ese alto porcentaje de analfabetismo de los países
subdesarrollados, para recordarme, cuando no pueda más con el trabajo, que tú,
por pequeña que seas, tendrás que ser mano de obra y para recordarme, cuando me
abata la enfermedad, que tú, mi niña negra, tendrás que soportar y difícilmente
sobrevivir a los efectos catastróficos de las múltiples enfermedades endémicas
y, en fin, para recordarme, cuando me asuste la muerte, que a ti te ronda como
presa fácil que arrebatar sin rebeldías ni protestas.
Si llegas a cumplir años,
quiero que alguien te cuente que me serviste -eso sí está a mi alcance- para
entender mejor a la gente de mi mundo, para entenderla, respetarla y amarla. Y,
como otra cosa no puedo mandarte, que esa misionera que un día, pensando en
Lucrecia, pensando en mí, te puso mi nombre, te haga con este trozo de papel
una pajarita que salte y se arrugue entre tus manos. Así, sólo así, percibirás,
jugando, el cálido beso fuerte que te envío, posando mis labios en tu carita
negra, mata de cabellos anillados.
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