Ya nunca, aunque viviera mil años, olvidaría los
sonidos de la aldea. Al principio tenía una especial sensibilidad a todos y
cada un o de ellos: el rebuzno de un burro, el ladrido de un perro, los
chasquidos de algún mulo al resbalar por la calle de piedras, el maullido de un
gato, un portazo, alguna vez, el timbre de una bicicleta, transistores,
canarios, arrullo de palomos, y, de vez en cuando el loro de doña Lola que
suelta alguna que otra palabrota...
Más tarde me acostumbro, y llego a creer que es
impresionante el silencio de la aldea. Pero ahora me doy cuenta de que recuerdo
todos aquellos sonidos que durante un año me acompañaron día a día. Y a veces
hasta siento nostalgia, porque pienso que todos ellos eran una especie de jadeo
de las doscientas o trescientas vidas que allí vivían.
Había otros sonidos, algunos inesperados, pero otros
tan familiares que eran parte importante de la vida en la aldea. Por ejemplo,
la voz del listero que los martes temprano sonaba por toda la aldea, anunciando
su llegada y animando a las mujeres con sus chirigotas y aspavientos: ¡el
listero, niñas! ¡dejad ya la cama que está aquí el listero! Y después se oye
aporrear con los llamadores en las puertas, y se oye el murmullo de las
mujeres, pagando como pueden y alguna que otra
repite: esta semana te vas a conformar sin na que tienes billetes pa
reventar. ¿Qué coño os habéis creído?
–contesta el listero-, que la mercancía
vale mucho y mis chiquillos comen tos los días. Las mujeres van pagando
y el listero anotando en una libreta que solo él puede entender. Y las mujeres
aprovechan para echar una parrafada que
no pasa de cuatro chismorreos insustanciales.
Otro día es un camión de pollitos el que escandaliza
a la hora de la comida. Pollitos rojos, verdes, azules...; pollitos como de
algodón, que son un primor. Y las casas se llenan de pollitos; cada niño
acurruca el suyo entre las manos, y por todas partes se oye el pío, pío...de
los animalitos.
La Manuela compra tres, que pían debajo de la mesa
en una cajita llena de agujeros, que el Domingo, cada vez que se sienta,
pisotea sin darse cuenta.
Quisco va y viene con uno verde, al que encanija
rápidamente con los apretones que le da y lo mucho que lo manosea.
...Y durante unos días, el sonido del silencio es un
constante piar de pollos por todas partes.
Hay sonidos que irrumpen de pronto en la aldea y
que, no obstante, parecen acentuar el silencio, como ocurre con el afilador,
que con su melodiosa flauta parece dejarnos a todos callados, escuchando.
Desde niña me ha gustado escuchar al afilador, y ver
cómo saltan chispas azules que no queman, pero que parecen un tralla de
pequeñísimas explosiones.
También a los niños de la aldea les gusta el
afilador. Y corren detrás de él, y se paran extasiados viéndolo afilar los
cuchillos y las tijeras. Y con el afilador va un perro lanudo y blanco que se
llama Sancho, y que, mientras el afilador trabaja, se queda quieto junto a su
amo como si pensara.
A veces, el ruido de un avión surca el corto cielo
de nuestra aldea y no da tiempo ni a mirar para arriba, pero el ruido sigue,
cada vez más lejano, hasta dejarnos de nuevo sumergidos en nuestro ambiente de
silencio y soledad, sobre todo en el hueco de los días, mientras los hombres
trabajan en el campo, las mujeres en las casas y los niños en la escuela.
Y el ruido del viento, que sopla fuerte porque la
aldea está en alto. Y silba como si se colara por alguna parte, y se oye el
tintineo de los cristales de la puerta de la escuela, y portazos de la ventana
del retrete que está rota. Y cuando llueve se oye, como una sedante melodía, el
runruneo del agua, y se oyen goteras y los canalones que algunas casas tienen
en los tejados.
...Y se oyen cantar los gallos de madrugada, y
gruñir los gorrinos, y cacarear las gallinas escandalosamente cuando ponen, y
retozar las mulillas en las cuadras...
En la aldea se oye la vida. Y yo de vez en cuando me
paro a recordarlo, para decirme a mí misma que he vivido, que estoy viva.
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