Pasados
los rigores del invierno, y cuando los días empezaban a ser más largos y
luminosos, la vida del pueblo, un poco aletargada en el invierno, parecía
renacer de nuevo en expectativas: el Carnaval, la Semana Santa, Las Cruces de
mayo, El mes de María y, el año que tocaba, los Misioneros.
Preludio, sin igual
de la primavera, era la llegada de pájaros emigrantes que, en aquellos años,
parecía que se esperaban, saludaban y recibían con ilusión. A nadie pasaba
desapercibidas las primeras cigüeñas que aparecían en campanarios y lugares
preferentes y visibles, así como nadie podía obviar la invasión de golondrinas
que no sólo revoloteaban a ras de
nuestras calles sino que tenían o hacían sus nidos en nuestras propias casas.
Los días se
dilataban, y las macetas de geranios, gitanillas, pensamientos… eclosionaban
en patios, balcones y ventanas. Los
ancianos retornaban a la plaza, a los poyetes de siempre donde pasaban largas
horas en recuerdos y presagios. Y todavía hoy es reconfortante encontrar a
media mañana estos grupos de ancianos aparcados en nuestra plaza, bajo los
centenarios naranjos, como los encontré y fotografié yo hace un tiempo.
Pero vayamos paso a
paso, recorriendo este bonito tiempo en el que los campos cuajaban en amapolas,
varitas de san José, margaritas e infinidad de flores que eran la delicia de
pequeños y mayores, cuando salíamos de paseo, o cuando, ya cuajadas las espigas
de trigo o cebada, nos dábamos cita, como conté el otro día, para recorrer
sembrados y llenarnos los bolsillos de espigas “reventonas” que tanto nos
gustaban y por las que, personalmente,
me sentía intensamente atraída.
Y la plaza se
cuajaba de azahar y el Paseo de los Lirios de “pan y panizo”, y los patios de
alhelíes, lirios, geranios y gitanillas. Era como si una especie de relajada
alegría se fuera instalando en los villarrienses que, tras los rigores del
invierno, hacían optimistas cábalas de cara al buen tiempo.
Muchos eran los
acontecimientos que tenían lugar en estos meses precedentes al verano. Pero antes de dar paso a la Cuaresma, Semana
Santa, etc. me voy a referir, hoy, a una de aquellas maravillosas costumbres entre los niños: los
gusanos de seda. No puedo pasar por
alto algo tan usual como era para todos los niños la costumbre de criar gusanos
de seda. Decían los mayores, y debería ser cierto, que el día de san José había
que poner los huevecillos del año anterior al sol para que salieran los
gusanos.
No recuerdo si lo
hice algún año, pero lo cierto es que
todos los niños y niñas, llegado marzo, aparecíamos en una especie de
competitividad, con nuestras respectivas cajas de zapatos agujereadas por la
tapa, llenas de frescas hojas de morera, y los gusanos que se veían crecer por
días.
El hecho del
aprovisionamiento de morera solía implicar, a veces, a los padres, pero, por lo
general, éramos los pequeños los responsables de la supervivencia de nuestros
gusanos y, para tal fin, nos desplazábamos un día sí y otro a las moreras más cercanas que solían estar
ubicadas en los Grupos Escolares, pero había que burlar a los porteros que no
estaban por la labor y nos amenazaban constantemente con decirlo a los
maestros, a nuestros padres, etc. Y las grandes hojas se guardaban superpuestas
y envueltas en telas húmedas. Recuerdo, con gran emoción, cómo acompañaba a mi padre
en sus paseos al haza de tierra de su propiedad cerca del Lanzarino, con el
oculto propósito de coger morera de la carretera, cosa que me resultaba
imposible dada la gran altura de aquellos
árboles y, mientras mi padre daba la vuelta al haza y había unos
momentos que lo perdía de vista, y sentada en la cuneta me imaginaba que me había abandonado, como en los cuentos. Y veía los
pocos coches de aquellos años, que se deslizaban por la pendiente de la
carretera y, ¡qué miedo sentía creyendo que era gente mala que me iba a llevar!
Por supuesto, y
siguiendo con los gusanos, lo más emocionante eran los capullos. Recuerdo un
año que mi padre, tan aficionado a ser con nosotros maestro de todo, y para que
conociéramos bien el proceso e importancia de los gusanos, acondicionó una
pequeña habitación para tal fin. En grades mesas y en grandes ramas de morera siempre fresca,
los gusanos crecían y eran visibles desde todos los rincones y paredes de aquel
recinto. Cuando llegó la hora de hacer el capullo resultaba un espectáculo:
capullos de todos los colores como en racimos de los que después salieron las
respectivas mariposas.
Sí, mi padre
aprovechaba todo para enseñarnos y educarnos, y la experiencia de los gusanos
de seda, patrimonio de todos los niños y niñas, era algo importante en muchas
vertientes.
Y como anécdota
ilustrativa de cómo los niños, a pesar del progreso siguen teniendo “alma” de
niños, una de mis nietas, cuando tenía cinco años, ilusionada me dijo un día: abuela tengo gusanos de seda. En su
respectiva cajita de cartón, como si se tratara de un extra mágico, tres
gusanos de seda que me enseñaba al tiempo que su padre exclamaba: ¡muchos gusanos pero a ver dónde vamos por
morera y quién tiene tiempo de tonterías!
Sin comentarios
pero evidente el cambio. Por supuesto, me ofrecí, dentro de mis posibilidades,
en buscar la necesaria morera para la felicidad de mi nieta.
Los niños, siempre
los niños y sus mágicos sueños. En ellos quiero vivir, como ellos quiero ser.
Gusanito precioso
dame tu seda
Que me quiero
vestir de valiosa tela
Para ir de paseo
esta primavera
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