Premio “Mujer Arte (Hecho real)
Fabricio
suena a ráfaga de viento: ¡fa-bri-cioooo! Fabricio suena a nombre de huracán:
Huracán Fabricio. Ayer yo no conocía a Fabricio. Ayer, aquella novena planta
del Hospital no era escenario para mí,
ayer, en un repente, en un instante de mi desconcierto, la muerte y yo nos
sentamos frente a frente en un atardecer de silencios y nubes.
Sí, Fabricio es
un muerto que respira. Sus ojos, una mirada que agoniza allá donde se posa. Su
boca, unos labios secos, agrietados por donde se escurren palabras que caen en
la soledad de aquella sala, de aquel olvido, de aquella planta de desahucios. Un hacha, niña, un hacha, y… ¡plaf! ¡Sí sólo
necesito un hacha! ¿Para qué quiero andar? ¡Ya irá por mí la funeraria! Fabricio es una calva desollada que se
hunde eternamente sobre su hombro derecho, hueso que rompe la piel y se yergue
en esqueleto, ya. Fabricio es un cáncer que alimenta una botella de suero, y es
un puñado de pellejos que se revuelven en mantas azules que apestan a sangre,
a medicamentos viejos, a leche caliente…
Y es una gangrena que le roe, que le devora calmantes de día y noche Y es,
sobre todo, un cigarro que no se apea de su media mano libre de esparadrapos y
agujas, y es un chorro de lágrimas y un murmullo de quejidos en monólogo
que tan sólo yo escucho. Me quitaron un pulmón, niña, y… ¡tiraba!
Después, un cigarrillo, dos, tres… ¡Un día es un día! Y empezaron los ahogos.
La mujer, bronca va y bronca viene. Me escondía el paquete, me escondía el
encendedor, niña, y me escondía el dinero. Y luego, cuatro, cinco… ¡Mucho humo!
Y me vino lo del páncreas, ése, o como se llame… ¡Un hacha! ¡Si yo lo que
necesito es un hacha! ¿Tú me
entiendes, niña?
Aquel rincón,
aquella sala de la novena planta, aquella nave,
todo ventanas, cielo, nubes,
viento, huracán es la última palabra de cada moribundo, el pozo negro donde se
ahogan suspiros, la ola grande que barre esperanzas, el puñado de arena donde
se remolcan las pocas pisadas que siguen marcando huellas.Fabricio
es el aleteo de una sombra que en voladas
trasladan allí, junto al cenicero, frente a un reloj muerto en las tres
de, ¡sabe Dios que día!, pegado a un televisor, sin más luz, sin más brillo,
sin más imagen que la muerte de Fabricio, cabeceando como gusano, y cuerpo a
cuerpo, mesita por medio con aquel sillón corinto, mecedora de mis largos
miedos, de mis profundas reflexiones, de mis crecientes interrogantes: ¿Por qué
él y no yo? El tabaco es veneno, niña. Se mete en el
cuerpo y… ¡Si me hubieran cortado las manos! Los dos pulmones no me los pueden
quitar, ni los riñones, ni el páncreas, ése,
ni… ¡Un hacha, niña! Lo que quiero es el hachazo, ¿tú me entiendes?
En aquel sillón
se notaba el reverberar de cuerpos y almas y su eterno chirriar era como el lamento de todo un universo de
dolor en el que un dios se perdía tras
las estrellas apagadas en el caos de la desesperación, y era como el regazo
donde palpitaban rumores de tempestades y lágrimas de ojos sin más faro que el
pequeñísimo vuelo del milagro.
Y
yo miraba a Fabricio, y Fabricio me miraba, y unas golondrinas sobrevolaban la
nave, y las alarmas de las habitaciones
eran gritos incubados en urgencias sin remedio, y los pasos de las
enfermeras cantaban inútiles premuras, y
los carrillos de las meriendas rodaban en cucharillas y tazas, y Fabricio me
miraba, y yo me oía en las polillas de
mi cabeza, reproches, recuerdos, nostalgias… Y entendía, ¡vaya si entendía!, el humo de aquellos cigarrillos
que ni tan siquiera podía sostener entre sus dedos, huesos largos, pajizos, agonizantes.
Tenía doce años, niña, cuando cayó el
primer cigarrillo. Si me hubieran cortado las manos… En agosto, si llego,
cumplo los cincuenta, y yo fui un chaval de muchos juegos… ¡Cómo bailaba el
trompo! ¡Y al hoyo no había quien me ganara!, y
jugaba en las eras, y me subía a
los trillos, y cogía grillos y cigarrones, y… ¡si me hubieran
cortado las manos! El tabaco es veneno, pero, ¿ya para qué? Lo que necesito es
un hacha: un hachazo y…
En
los labios pegajosos de Fabricio se dibuja una sutil sonrisa. ¿Sabes, niña, lo que más quisiera? Ser por
unas horas otra vez monaguillo. ¡Que joío
era! Me bebía el vino de la Misa, y el cura, ¡cogotazos van y cogotazos
vienen! Es lo que más quisiera, una vez, unos momentos...
Ayer, yo no conocía
a Fabricio. Ayer, aquella novena planta del hospital no existía para mí. Ayer,
en vuelos de libertad, yo soñaba y me entronizaba en mundos de luz donde el
humo de la muerte no era paisaje para mis ojos. Ayer, yo, pulmones, hígado,
páncreas, salud… Hoy, ¿quién sabe lo que puedo ser hoy, y como mucho mañana?
Un
deber inexorable me ha sentado codo a codo con Fabricio. ¿Seré yo el caldo
donde el próximo cáncer pueda sembrar su muerte? ¡Un seguro! Necesito un seguro
para retornar a la madrugada de ayer y salir a mi terraza a fotografiar nubes,
cielos soles…. Necesito un día más para sembrar mi árbol, escribir mi libro,
para contemplar una vez más el inmenso
azul de mares y cielos. Necesito unos instantes para decir, te quiero, para dar un beso,
para… ¡Si tengo ese momento todavía!
Enciende,
dios, las estrellas apagadas, allá en el horizonte de algún mundo; en el del mío, al menos, y no
me dejes perdida en este sillón corinto que reencarna en mí, y me enloquecen, gritos que no me caben en los
oídos, que sólo sé traducir al unísono del balbuceo que chorrean los labios de
Fabricio. Un hacha, sí, para Fabricio! Un hacha para todos los humos que se erigen en cánceres, en vahos de
muerte que se deslizan y se crecen fulminantes y se agigantan en el alma de una
humanidad rota bajo la sutil locura de los días en falsos sueños. Un hacha
para cortar de raíz la gangrena que
sepulta voluntades cuando sólo eran pupilas en brillo. Un hacha para la muerte
y una bocanada de aire huracanado –¡Fabricio!– para la vida, y un eco que eche
al vuelo campanas catedralicias, aleluyas, colores…
Los
pensamientos también matan. Yo ayer no conocía a Fabricio, ni conocía la nave
de muerte de este hospital, ni las señales de alarma de mis pulmones, aire
limpio y vida.
Ayer,
hoy, recostada en el chirriar de este sillón corinto que se me mece, sillón de todos los tiempos y de todos los
ayes del mundo, noto que me llora el alma, que me duele el corazón y que,
conjurando a dios o al diablo, a todas las fuerzas que pululan por los infinitos
universos, quisiera poner en marcha este reloj eternizado en las tres de un día
sin fecha, y quisiera que este televisor, sin más cara que la sombra en muerte de Fabricio, estallara en
música, luz,, color, palabras… Y quisiera que esta nave despegara en busca de
una creación nueva, a la orilla de otra playa donde Fabricio encontrara su
nueva oportunidad de ser monaguillo, y volviera a ser huella, padre, marido…
Y quisiera,
¡maldita sea!, un hacha para Fabricio.
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