Viernes 5
de enero de 2016
Un relato
muy breve, amigos, porque creo que en
este medio es lo que con más facilidad y agrado se lee. Tenemos tanta prisa…
(De mi
obra, “Él estaba allí” )
En alboroto
de un mercadillo, perdí mi reloj.
Muchas urgencias que cumplimentar me
reclamaban y un elemental recurso: el tenderete de un hombre de piel negra, al
paso. Él, joven, robusto, negro azabache con vestiduras orientales, con sumo
agrado me mostraba su mercancía en tanto con unas palabras medio suplicaban: ¿Me deja que se
los pruebe? Con delicadeza extrema,
reloj por reloj los ajustaba a mi muñeca y ni tan siquiera sus dedos me rozaban.
Ausente de
la hora, de las prisas, de la hora, de los modelos, del precio, eclipsada en
una agradable sensación, también mis palabras de medio ruego: ¿Me deja
que sea yo la que se lo pruebe?
Veré mejor cómo se queda. Extendiendo su brazo, exclamó: ¡faltaría más! Le
ajusta la cadenilla de un pequeño reloj
y en mi deliberado cometido, un leve roce, cálido y suave, y una súbita sorpresa: la piel no tiene color.
Es tan sólo piel.
Me
alejé con el reloj en mi muñeca y con una sensación clara de que había rozado
la piel de Dios.
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