DIARIO CÓRDOBA/OPINIÓN
9/2/2016
ISABEL AGÜERA
Esta mañana, cuando salía de mi casa para
tomar café, me encontré con una precoz maravilla, que me cautivó hasta el
extremo de que no he pensado en otra cosa en todo el día. El sol, como si fuera
el único dueño de la mañana, descendía tranquilamente por los altos de la
avenida. A mi derecha, la sierra era ya vida, transparencia, rutilar de los mil
colores emanados de la tierra. De pronto, cuando, llena también de luz, me
disponía a cruzar el asfalto, mis ojos, fijos en el cielo, preludio ya de
primavera, descubrieron la insólita aparición de una bandada de pájaros
emigrantes que sobrevolaban la ciudad dormida.
No sé qué sentí. Me dieron ganas de sacar
un pañuelo y agitarlo, me dieron ganas de hipnotizar al tiempo y quedarme allí,
prendida en aquella visión, Sí, los pájaros regresaban para estrenar vida en
sus reconstruidos nidos.
Más tarde, cuando entré en mi casa, con la
primavera en la piel, un no sé qué de agobio me invadió: mi casa olía a
tortilla, a leche pegada... Me pareció aburrida, vieja: los mismos cuadros,
muebles, libros, las mismas paredes, cortinas ¿las mismas cosas para toda la
vida? La casa de mi tía en el pueblo, casa, en los mejores tiempos, de
"labor", aperos de labranza, animales, gente, flores... los últimos
años de su vida, rodeada de paisajes muertos, pasaron sus días.
Mi decisión estaba en
marcha: sin romper nada, y conservando lo más valioso, emprender una
renovación: más luz, más color, más espacio, más vida... ¿Cómo voy a dejar que
mi casa se muera, y yo con ella, oliendo a tortilla? Los pájaros me traían un
mensaje, y yo lo he recibido: nada debe ser tan definitivo e inamovible.
Siempre, sin miedo, se puede enmendar, mejorar o cambiar pero quedarse quieto
es dejarse morir o, como dice el proverbio chino, lo que es peor: convertirse
en presa de los cangrejos.
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