El saludo, el perdón, la mano extendida, creo yo que no
se le puede negar a nadie, ni tan siquiera a nuestro mayor enemigo.
Un breve relato, amigos, para este martes.
Por un café, que era agua, una mujer discutió con el
dueño del bar. El hombre aireado exclamó: ¡Si no le gusta mi café, fuera de
mi establecimiento!
La mujer, humillada y molesta, se alejó para no volver
más a dicho lugar. Enterada de lo sucedido la esposa de aquel hombre, una mujer
educada, prudente y cariñosa, se dijo: Buscaré a tan buena clienta y le
pediré excusas.
Un día de junio, recién abiertas las piscinas, como si
fuera una aparición, se encontraron en el agua nadando una junto a otra. Hola
–dijo la esposa del dueño del bar con una sonrisa infinita y en un gesto de
abierta y humilde comunicación. La mujer ofendida, volviéndole la espalda, se
alejó.
Una semana después, en una pescadería del barrio,
comentaban la noticia: se ha muerto María, la del bar, se le presentó un
abortó y murió de una hemorragia.
Sobresaltada la mujer ofendida, y a pesar de la claridad
de la noticia, preguntó:
¿De quién hablan...? ¿Quién ha
muerto...? María, la del bar: estaba embarazada y… A punto de
desmayarse, la mujer ofendida corrió lejos y, sentada en un bordillo, lloraba
sin consuelo. No, no era tanto por su muerte, como por aquella
culpa que le pesaba hasta hacerle trizas el alma. La veía buscándola aquella
mañana en la piscina, la oía excusándose. ¡Pobre! -se dijo- ¡Cómo
debió sentirse con mi orgullo y necedad! Y en su onterior se notaba como si
hubiese descendido a los mismísimos infiernos. Era como sentir todos los
rigores, todos los castigos de un dios desconocido que, sin fuegos eternos, la
torturaba, remitiéndola a la tremenda impotencia, al inmenso dolor de no poder
reparar el daño que aquel día causó a un inocente ser humano. Hubiera dado
cualquier cosa, hasta la vida misma, por una ligerísima moviola que le
hubiera permitido situarlas, de nuevo, frente a frente.
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