Las calles a las cuatro de la
madrugada sólo eran noche y semáforos, No obstante el solivianto propio de la
hora y del evento, me precipité allí, donde tus padres, donde tú, mi pequeña y
preciosa niña, estabas a punto de llegar al mundo.
Medio me tiré del coche, al
llegar a urgencias de maternidad en Reina Sofía. Silencio y cuatro personas
dormitando por los rincones. Alguien, un celador, me detuvo, cuando, aturdida,
nerviosa, quise sobrepasar la “barrera” de lo prohibido. Ahí no se puede
entrar. Espere fuera.
Expectación en el susurrante
sonido de barras fluorescentes, en el penetrante olor a medicamentos y
revueltos de no sé cuántas cosas. Mis ojos se quedaron clavados en aquel cartel
de “prohibido el paso”, en aquella puerta, tras la cual, tus padres, casi dos
niños, transformados en responsabilidad, se debatían en dolor e ilusión, porque
tú, tan deseado, tan querido... llamabas a la puerta de este mundo y, con
urgencia, reclamabas ya tu lugar en él. Desde casi mi estática postura,
simultaneaba pensamientos, como si en la película retrospectiva de toda mi
vida, se interpusiera la emoción del momento presente que me agitaba en un
vaivén de nostalgias, de angustias, de fe, de esperanza...
No existen palabras, pequeña
mía, para que pueda expresar qué sentí cuando al fin dejaste de ser interrogante
para formar parte de una bellísima y casi mágica realidad.
¡Cómo temblaban mis brazos ante
el milagro de la vida que nos arrebata seres queridos, por un lado, y nos
compensa, por otro, con esa savia nueva que son los nietos, que eres tu, vida
mía! Savia que nos devuelve alegría, ilusión, proyectos y un gran derroche de
ternura y amor
Ayer, no conocía el color de tu
pelo, ni el sonido de tu llanto, ni el tacto de tu piel... Hoy, ya estás aquí.
Te puedo acunar entre mis brazos, te puedo sentir en ese corazón que late al
unísono del mío, cuando te aprieto junto a mi pecho en un deseo de fundirme contigo
¡Cuántas interrogantes acerca
de tu futuro me nacen y me crecen en los adentros! No obstante, te veo luz destellante,
estrella que has caído justo aquí en esta familia que con los brazos abiertos,
desde el mimo día que supo de tu existencia, te esperaba impaciente renovando
ilusiones y contando momentos.
Mi preciosa niña, doy gracias a
tus padres, a Dios, por tener la dicha de engendrarte, acariciarte, y sentir
que soy la mujer más joven del mundo porque tú eres una hija más que me ha
nacido en este jardín del amor donde las semillas caídas jamás se pierden:
crecen y se multiplican. Me emocionan y conmueven los acontecimientos del
mundo, la turbia mirada de los ancianos, la limpia mirada de los pequeños, la
fragancia de mis jazmines...
Sí, más que nunca, hoy, y te lo
debo a ti, ternura que me sale a flor de labios y se trueca besos que quisiera
entronizar en suspiros del viento para que se esparcieran por todo el mundo en
un glorioso e inacabado aleluya
Vuelve la vida, siempre, y su
retorno puede ser música para un bello poema. Vuelve el otoño, siempre.
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