Corrían malos años aquellos primeros
de mi magisterio Mi residencia, una
habitación en casa de vecinos. Permanecí en ella un curso, pero jamás podré
olvidar a María. Ella, madre de cuatro hijos, pequeñita, silenciosa, trabajadora, pareja del
dueño de aquella fría, incómoda y destartalada vivienda, de sol a sol, prestaba
servicio a todos: limpieza, cocina, ropas…
Y en sus labios siempre una palabra amable, una sonrisa, un gesto
humilde. No obstante en su rostro azulado podía adivinarse el sabor de muchas
lágrimas calladas, de muchos miedos soportados, de una inmensa marea de
interrogantes que le reventaban el alma sin respuestas.
Una noche y otra, yo la escuchaba, a
través de las paredes, suplicando, llorando… Y escuchaba golpes acompañados
de voces brutales de aquel hombre que,
celoso y medio borracho, la agredía, la humillaba, la maltrataba.
Recuerdo que me tapaba la cabeza con aquellas sábanas de
lienzo moreno, como si me protegieran de
tamaña barbarie, pero mis noches se tornaban horas de insomnio en las que mi corazón estallaba en
fuertes latidos de rabia, impotencia… dolor. El desayuno a punto cada día y
aquella sonrisa que jamás se apeaba de sus labios.
Alguien se preguntara por qué yo no
denunciaba, pero, ¿acaso al principio de los sesenta “existían” tales
denuncias? Y en mis años de tan niña lo
único, mi cariño, mis palabras y algo de ayuda en aquel destartalado caserón.
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