MES
DE ÁNIMAS que empieza con un doblar monótono de campanas que sin tregua se
prolonga veinticuatro horas. En la iglesia un gran catafalco, aquel bulto negro
colocado en el centro de la iglesia,
bajo el Altar Mayor y en el cual, según murmuran los niños, hay muertos,
calaveras, huesos... Lucrecia se ríe: No hay nada; es tan sólo una mesa. No
tengas miedo, Carlota. Si quieres, cuando no esté el sacristán, entramos y lo
vemos.
Cada
tarde mamá acude fervientemente a
aquella lúgubre novena casi prohibida a los pequeños que en bandadas
jugamos por las calles. En la puerta de casa, bajo la bombilla que alumbra la
fachada, un barullo de niños y niñas.
Merche, la boticaria, lleva siempre la voz cantante. ¡A la palmada! -grita levantando una
mano-. ¡A la palmada! -corean todos,
apretando sus brazos junto al de Merche.
Hace
frío, un frío húmedo que torna pegajoso los cabellos y la ropa. Huele a
braseros de picón sahumados con azúcar
quemada y alhucema, y huele a hogueras que encienden niños por las esquinas y a castañas asadas en
la plaza. Mujeres envueltas en grades mantos negros se apresuran a la novena, mientras las
campanas doblan y mientras en los
portales parejas de enamorados se hablan
al oído y tras los cristales empañados de las ventanas se adivinan los rostros
de ancianos, acurrucados en mesas
camillas. Tengo mala suerte en la palmada y me cogen a la primera. ¡Carlota es tonta! -exclama la
boticaria-. ¡No sabe jugar y siempre
perdemos por su culpa! Mi hermana se ve obligada a defenderme: ¡Más tonta serás tú! No te metas con mi
hermana.
Se
levanta un vientecillo que cala los huesos e irisa los vellos. Abandono el
juego, la calle... Corro a casa. La luz
del patio cubierto está apagada, y la luna parece un puzles desparramado por la techumbre
acristalada. Juana, madre de Luisa, dice que son ojos de almas del otro mundo
que nos acechan. Juana nos asusta siempre, y ¡sabe tantas historias! Siento miedo. De una carrerilla entro en la
cocina. Juana, con su moño de rosca y su delantal hasta lo pies, habla sola,
mientras pela un pollo en un lebrillo de agua hirviendo y prepara la cena. El
carbón de la hornilla chisporrotea. Por los cristales de la ventana, gotitas de
vapor que forman carrilillos transparentes; al otro lado, el jardín que
amarillea por la luna.
Entro
de puntillas. En un rincón, junto a la ventana, la mesa estufa. Me escondo
debajo de las enagüillas. Este sitio me gusta. Allí paso muchos ratos hecha un
ovillo, escuchando cómo bullen las
polillas de mi cabeza que esta noche son las palabras de la boticaria: Siempre perdemos por su culpa. Soy –me digo- una niña sosa, aburrida, una
niña fea, nada brillante... De repente
una tiritona me estremece…
CONTINUARÁ
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