En mis muchos años de profesión he perdido
alumnos que me han dejado profunda
huella. A ellos quiero dedicar mi recuerdo estos días en los que deseo prolongar el Día del Niño.
Si pudiera empapelaría el mundo con dibujos de niños/as,
porque en ellos solo hay alegría, inocencia, amor...
Han pasado años, muchos, pero al celebrar de
nuevo el Día del Niño a mi memoria acude aquel alumno de diez años de mi Centro
que, habiendo conocido pronto el dolor de la vida, miraba desde una inmensa
tristeza, matizada, de vez en cuando, de ingenua felicidad. Él era tierno tallo
herido, a penas despuntar, que sobrevoló por nuestras vidas, cual estrella
fugaz de la que más bien queda el recuerdo de un maravilloso rastro luminoso y
la certeza de haber sido testigos de su deslumbrante existencia. Él era Rafael,
pálido, transparente, aficionado a la escuela, a sus maestros, a sus libros...
Y Rafael se nos fue de pronto. Un día cualquiera, mientras sus compañeros en
clase compartían la difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras su
silla, vacía como otras veces, casi no extrañaba a nadie, mientras cada cual en
su trabajo, olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes
desmedidos, con nimiedades, con absurdos y sin caer en la cuenta de que vivimos
inmersos en el funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de un futuro que
nos deparara mayor bienestar. Ni siquiera una corazonada, un telepático
presagio; nada. La vida del pequeño Rafael, como blanquísima espuma de mar, se
desvaneció con el viento. Y era un bonito día de primavera, y el sol siguió su
curso, y las margaritas y las amapolas, en un frondoso salvaje, parecían
entonar el más bello himno de la alegría, y en las calles, el tráfico, los
ruidos, las prisas... Pero en medio de esta eclosión de vida, un pequeño
féretro nos llenaba de tristeza a todos los que vivimos, de una manera u otra,
la corta vida de aquel niño. Lo recuerdo, especialmente en este día, y unas
lágrimas corren por mis mejillas. Sí, un alumno es como un hijo que cae en
nuestras manos y nos hace sentir que servimos para algo. ¡Échame una mano, tú
que está en el cielo!, y espérame, espéranos.
Y ahora aquí, en este rincón, frente a mi
ordenador, lugar preferente, lo recuerdo y unas lágrimas me apuntan de
nuevo, sin poderlo evitar, por las
mejillas, y no sólo es recuerdo de pasado, sino más bien, es presente, algo así
como un poderoso árbol que se me crece y cuyas raíces, y ramas, y hojas y
flores, si bien
amainaron en las estrellas, dentro de mi
corazón marcaron profunda huella. Tus libros me gustan mucho -me repetía en ternura
infinita -, y son muy bonitos, y mi madre me los ha comprado y por las noches
los leo, y me gustan... Y también tengo tu foto del periódico, y la guardo
porque también me gusta, y me gusta tu
tórtola porque es blanca y porque ríe.
Y, mientras balbuceaba estas maravillosas
palabras, una ligera sonrisa se esbozaba en su rostro, pegado tantas veces,
bien a la mesa de secretaría, bien a la mesa del director, en un intento de
mitigar aquel dolor de cabeza que -¡maldita sea!- se lo llevó.
Mi fe es lucha en un Dios que no comprendo,
pero en el que, desde mi pequeñez, confío y espero. Por eso, creo que Rafael
está con Dios, y creo que Rafael está con nosotros.
Mi pequeño y agradecido niño: Jamás olvidaré
que unos cuentos míos, unas poesías, una
fotografía mías, mitigaron el dolor que, postrado de mesa en mesa,
soportabas. Nunca me lo había planteado hasta aquel día: bien merece la vida,
si en ella se puede escribir un cuento, una poesía que haga feliz a un niño/a.
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