Era yo entonces, una jovencita de mirada ingenua, sincera y piadosa
que, no obstante, ¡deseaba tantas cosas!
Algunas, sí, son mi realidad, hoy.
Pero la realidad más hermosa, la menos esperada en mis tiempos jóvenes,
son mis hijos y nietos por lo que doy gracias al hombre que me miró y dijo:
¿te quieres casar conmigo?
Y en un día como hoy nos dijimos sí y hasta que la muerte nos separe.
Y nos separó, pero esta madrugada, confieso, que fue un gran hombre.
Pues, sí, tras años de
dolorosos avatares, me casé. Y hoy es el aniversario de aquel día que nos dijimos sí, pero desde
hace veinticuatro años él no está para
compartir esta fecha. Se fue una madrugada de primavera. Unos instantes antes
de cerrar definitivamente la puerta de la vida, me cogió de la mano, me acercó
a su rostro y me dejó un beso en la
mejilla. Se llamaba Mariano. Llegó a mi vida en un pueblo de Jaén donde
yo ejercía, entonces y dónde su padre,
secretario del Ayuntamiento, también estaba recién llegado con toda la familia.
Él y yo, la noche y el día, la sencillez
y la complicación, la espontaneidad y la reserva… Éramos dos mundos claramente
diferenciados, sobre todo, en formación –las secuelas religiosas las llevaba
todavía inherentes a mi piel-. Los libros, la cultura, la iglesia eran valores
que él no despreciaba pero el vivir sencillamente, sin más complicaciones, era su gran valor, su gran filosofía.
¡Y
claro que tuvimos grandes y graves problemas! Era, sí, celoso y, cuando yo
comencé a despertar de aquel largo y tortuoso caminar que me robó besos,
bailes, relaciones y hasta pensamientos, y cuando mis grandes inquietudes por
todo me lanzaban a una apertura por escenarios nuevos, él interpretaba cada paso
que intentaba dar hacia adelante, como una consumada infidelidad. Fue
algo así como alzarse en pie de guerra nuestros mundos en los que, no obstante,
ondeaba siempre la bandera blanca del amor. Él sufría pero yo también por lo
que decidí refugiarme en mi trabajo y aparcar inquietudes. De esta forma
convivimos felices los últimos años de su vida que, prácticamente, los pasamos
de hospital en hospital.
A veces, cuando hablamos de él, mis hermanos me suelen decir
que no estaba enamorada y que lo idealizo. Lo de no estar enamorada, tal vez sea
cierto. Llegó a mi vida en momentos de
mucha tristeza y soledad. Definitivamente, las puertas de aquella mi
Institución no volverían a abrirse para mí y él, con su gracia natural, generosidad
y presencia constante, fue como un salvavidas al que me agarré, al que amé como
más no podía ser.
Muy larga y complicada convivencia, muy largos años de circunstancias
penosas por pueblos con carencias que
nos llevaron a vivir en habitaciones alquiladas con derecho a cocina, en malas
pensiones, etc. Problemas grandes de otro tipo que jamás revelaré. Mis
constantes depresiones y ataques de agorafobia encontraban en él paciencia, si
no comprensión, y la ayuda de su
constante compañía. Tuvimos tres hijos que son lo mejor de mi vida, pero
cuando nos despedimos para siempre, me sentí, como aquel día tan lejano que
conocen los lectores de este blog, sola, abandonada de nuevo a un inmenso mar
que me nacía a cada paso. El mundo se me quedó reducido a tres hijos en
complicadas adolescencias y, eso sí, mi escuela, mis libros y mi constante
vocación a la escritura. Hoy sé que me quedó mucho, y su recuerdo sigue siendo
como voz que me anima a seguir, que me ayuda a levantarme de tan grandes caídas
a veces.
Al recordar aquel
día, confieso que lo quise con toda mi alma. Jamás le fui infiel, lo quise, y
lo quiero, y no, no he vuelto a tener pareja, cosa que me preguntan algunos
lectores. ¿Oportunidades? Muchas, pero no eran los hombres que se acercaban y se acercan a mí el
problema, ni era el absurdo de no querer sustituirlo por otro, el problema soy yo, tan independiente,
complicada y valorando tanto la libertad, que no sabría cómo compartir en
convivencia nueva una trayectoria como la mía que, sin poderlo evitar, sigue
arrastrando lágrimas del pasado, salpicadas de
días, horas de sonrisas y felicidad.
Pero blanca y radiante iba de novia un día como hoy hace ya…
¡Bueno, mucho años!
Y no, no lo idealizo: fue, dejando a un lado padres, la persona que más me ha querido en esta vida, que más ha sufrido conmigo y por mí. Me quedo, pues, con aquel beso que, con el tren en marcha que se lo llevaba, me dejó y que jamás los años borrarán.
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