Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

22 feb 2012

Del zapatero endiosado

(De mi obra, El hombre que tenía frío y otros relatos)

                               ILUSTRACIÓN: CARMELO LÓPEZ DE ARCE


Un zapatero, honrado y trabajador, ejercía su profesión en el barrio de una gran ciudad: criaba canarios, cultivaba jazmines y damas de noche, amaba a los niños y a los ancianos y, entre sus vecinos, gozaba de tal reputación que todos lo consideraban hombre talentoso, amable y prudente.

Un día alguien dijo:

-El zapatero puede representar y defender nuestros intereses. Pidámosle que así lo haga.

Y todo el barrio lo proclamó su representante para cuántos asuntos, en cualquier orden de cosas surgieran relacionados con el barrio y sus vecinos.

Pasó el tiempo y, efectivamente, el zapatero, simultaneando con su trabajo, iba y venía, tramitaba papeles, se relacionaba, servía y, con gran eficacia, fue consiguiendo mejoras para aquel barrio: alumbrado extra en Navidad, asfaltado de calles, arreglo de aceras, colocación de abundantes y variados contenedores, servicios de correos, teléfonos públicos, etc., etc.

Otro día, alguien importante dijo:

-Este zapatero vale. Saquémosle del barrio y hagamos de él un hombre público.

Y de la noche a la mañana, el zapatero se vio encumbrado y celebrado, hasta niveles tales que decidió, para mejor atender a sus múltiples trabajos, abrir un despacho en el mismo centro de la ciudad.

Con todo tipo de festejos, los vecinos del barrio lo despidieron, orgullosos de su zapatero, al que, sin duda, tendrían como mejor abogado para cualquiera de sus venideras causas: los niños le cantaban coplas, y los ancianos se le acercaban con reverencia y amor.

Pasó algún tiempo. El buen resultado de sus gestiones, la rapidez en resolverlas culminó en un gran homenaje que los hombres públicos le hicieron, condecorándole con una gloriosa distinción.

Aquella noche, cuando el zapatero, solo en su casa, se miró al espejo, se dio cuenta -¡oh, milagro!-, de cómo alrededor de su cabeza, luminosa, radiante... le orlaba una especie de corona real.

Boquiabierto y entusiasmado, se dijo:

Soy un rey. Soy un Dios. Soy un redentor del género humano. Soy un enviado para resolver asuntos importantes. No es conveniente, pues, que malgaste mi tiempo, mi vida en atender las impertinencias, las cotidianidades y rutinas de los hombres. ¡Eso puede hacerlo cualquiera! Me reservaré para asuntos transcendentes, para complejos proyectos...

Y se buscó una sofisticada secretaria a la que dio órdenes expresas: Sólo estoy para las autoridades, para asuntos importantes.

A partir de aquel día, cuando la gente solicitaba ver al hombre público, la secretaria, finamente, repetía: Tiene que solicitar cita; el señor tiene la agenda muy apretada; vuelva a llamar más adelante; tal vez otro día...

Y cuando la gente del barrio insistía somos sus amigos del barrio, somos los niños, los ancianos del barrio, la secretaría, impertérrita, contestaba: Dice el señor que ya los llamará para tomar café.

Pasó bastante tiempo. El hombre público esperaba cada día cosas importantes para resolver, pero éstas no llegaban, y los hombres de a pie, sus problemas, sus insistencias, cansados de esperar, llamaron a otras puertas.

Una tarde, hastiado y aburrido, decidió dar un paseo por el jardín de su antiguo barrio, pero algo insólito le sucedió. Había llovido. Las hojas de los árboles pisoteadas por los caminos, evidenciaban la llegada del otoño.

Al comprobar su presencia, los niños corrían, los ancianos le volvían la espalda, los jóvenes se escondían, los perros le ladraban y los jazmines y damas de noche ya no eran flores ni perfume.

El zapatero, sin entender nada, se aposentó, cansado, en un banco del jardín. De repente, a sus pies, resquicios de las primeras lluvias de la temporada, un charco de limpias aguas. Allí, con la nitidez de un espejo, se reflejaba su cuerpo.

¿Dónde está mi orla? -exclamó alarmado al verse- ¿Dónde está mi juventud, mi eficacia, mi poder? ¿Dónde mis merecidos homenajes, condecoraciones…?

De pronto, miró al suelo. A sus pies, como resquicio de las primeras lluvias de la temporada, quedaba un charco de limpias aguas. Allí, con la nitidez de un espejo, se reflejaba su cuerpo.

Pero lo que el hombre político y famoso encontró en el charco, sólo era la imagen decrépita de un zapatero viejo.

Unas lágrimas cayeron de sus ojos: había perdido amigos, fama, popularidad, había perdido la vida en espera de causas prodigiosas e

imposibles.

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