Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

30 jun 2020

LAS HUERTAS


Queridos amigos, último día de este caluroso junio. Vamos a despedirlo de lujo porque no volverá; se nos va  para siempre. Ya mañana será historia.
Hoy, con bastante prisa, por lo de resolver temprano asuntos que no faltan, vuelvo a los veranos de mi pueblo.
¿Nos vamos a la huerta? Seguro que todos estáis listos para acompañarme.  En las tardes de verano, mi padre, de vez en cuando, nos llevaba a la huerta del Solo –última residencia del pintor Pedro Bueno-. ¡Qué sueño eran las huertas! Silencio, roto por  el ruidito del agua  al caer por los arcaduces de una noria chiquita que, lentamente, movía un borriquillo, dando vueltas con los ojos vendados, alrededor de una alberca donde se lavaban hortalizas y dónde muchos niños se bañaban. Y qué agradable era pasear por entre las planteras de tomates, pimientos, lechugas, canalillos del riego, olor fresco  que manaba la tierra, árboles frutales y algún que otro perro vagando lentamente  al compás de nuestros pasos. 
La huerta era también nave de canastas, herramientas y muebles destartalados que, no obstante, me provocaban curiosidad y cierta intriga como si algo más se escondiera tras aquellas  ingenuas realidades  que a simple vista se mostraban. 
Lo que más nos gustaba a los pequeños era el espantapájaros que  en medio de la huerta se erguía gracioso. Parecía un hombre de verdad, un hombre de palo: brazos erectos como si fueran  aspas de una maltrecha cruz,  un viejo sombrero de paja, que le caía tapándole un siniestro e inexistente rostro, bufanda de cuadros rechinantes, que le llegaba hasta el suelo, y chaqueta panda como la de un  viejo payaso. Gorriones, bandadas de gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban del espantapájaros, Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran: ¡cuidado! ¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la noche entre cantos de grillos, gruñidos de perros, piruetas de gatos por las viejas sillas esparramadas por una pequeña explanada, acceso al cobertizo de hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la tierra. 
¡Cómo recuerdo aquel paraíso que me parecía la huerta! ¡Y cómo puedo degustar todavía el sabor agridulce de aquellas perillas de san juan  que el hortelano nos regalaba! ¡Cuántos recuerdos que no quiero arrinconar porque en su día fueron sueños de niña, fueron vida fecunda en sentires que se iban escribiendo  en la pancarta de mi alma!
Y siempre, al regreso, el alborozo de unos tomates regalados, unos pepinos o un manojo de rabanillos que todavía veo lavar en la alberca. Algunas tardes los paseos a la huerta terminaban en melonares propios o de familiares, y lo primero, casi un sueño, el guarda en su choza pequeñita y casi mágica, que salía al paso. Después, rozando la noche, el degustar aquella deliciosa  fruta que era diestramente elegida y repartida, a corte de navaja, por el diestro guarda.No sé por qué me llenaban de misterio aquellas chozas. Me parecían dibujos de un libro de cuentos, y esperaba que en ellas hubiera algo más que un camastro y el asiento de una vieja silla, realidades que al comprobarlas, una y otra vez, me dejaban triste.
Un día le contaba a mis nietos un cuento que empezaba así: Esto era un hombre que sólo tenía una choza para vivir… ¿Qué es una choza, abuela?  -me preguntaron con curiosidad- Cuando se lo expliqué, a una, exclamaron: ¡Qué guay! ¿Hacemos una? Y en el ardor de la siesta en la terraza, con mantas, telas que buscaron, palos y pinzas de la ropa, lograron lo más parecido a una choza, si bien el calor los espantó pronto. También en el jardín de mi casa y con mi amiga Leo, hacíamos escondites parecidos.Nunca me he parado a investigar por qué a los niños les gusta estar escondidos, tapados, cobijados. 

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