Queridos
amigos, último día de este caluroso junio. Vamos a despedirlo de lujo porque no
volverá; se nos va para siempre. Ya mañana será historia.
Hoy, con
bastante prisa, por lo de resolver temprano asuntos que no faltan, vuelvo a los
veranos de mi pueblo.
¿Nos vamos a la huerta? Seguro que todos estáis listos para acompañarme.
En las tardes de verano, mi padre, de vez en cuando, nos llevaba a la
huerta del Solo –última residencia del pintor Pedro Bueno-. ¡Qué sueño eran las
huertas! Silencio, roto por el ruidito del agua al caer por los
arcaduces de una noria chiquita que, lentamente, movía un borriquillo, dando
vueltas con los ojos vendados, alrededor de una alberca donde se lavaban
hortalizas y dónde muchos niños se bañaban. Y qué agradable era pasear por
entre las planteras de tomates, pimientos, lechugas, canalillos del riego, olor
fresco que manaba la tierra, árboles frutales y algún que otro perro
vagando lentamente al compás de nuestros pasos.
La huerta era también nave de canastas, herramientas y muebles
destartalados que, no obstante, me provocaban curiosidad y cierta intriga como
si algo más se escondiera tras aquellas ingenuas realidades que a
simple vista se mostraban.
Lo que más nos gustaba a los pequeños era el espantapájaros que en
medio de la huerta se erguía gracioso. Parecía un hombre de verdad, un hombre
de palo: brazos erectos como si fueran aspas de una maltrecha cruz,
un viejo sombrero de paja, que le caía tapándole un siniestro e inexistente
rostro, bufanda de cuadros rechinantes, que le llegaba hasta el suelo, y
chaqueta panda como la de un viejo payaso. Gorriones, bandadas de
gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban del
espantapájaros, Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran:
¡cuidado! ¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la noche entre cantos de grillos, gruñidos de
perros, piruetas de gatos por las viejas sillas esparramadas por una pequeña
explanada, acceso al cobertizo de hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la
tierra.
¡Cómo recuerdo aquel paraíso que me parecía la huerta! ¡Y cómo puedo
degustar todavía el sabor agridulce de aquellas perillas de san juan que
el hortelano nos regalaba! ¡Cuántos recuerdos que no quiero arrinconar porque
en su día fueron sueños de niña, fueron vida fecunda en sentires que se iban
escribiendo en la pancarta de mi alma!
Y siempre, al regreso, el alborozo de unos tomates regalados, unos
pepinos o un manojo de rabanillos que todavía veo lavar en la alberca. Algunas
tardes los paseos a la huerta terminaban en melonares propios o de familiares,
y lo primero, casi un sueño, el guarda en su choza pequeñita y casi mágica, que
salía al paso. Después, rozando la noche, el degustar aquella deliciosa
fruta que era diestramente elegida y repartida, a corte de navaja, por el
diestro guarda.No sé por qué me llenaban de misterio
aquellas chozas. Me parecían dibujos de un libro de cuentos, y esperaba que en
ellas hubiera algo más que un camastro y el asiento de una vieja silla,
realidades que al comprobarlas, una y otra vez, me dejaban triste.
Un día le
contaba a mis nietos un cuento que empezaba así: Esto era un hombre que sólo
tenía una choza para vivir… ¿Qué es una choza, abuela? -me preguntaron
con curiosidad- Cuando se lo expliqué, a una, exclamaron: ¡Qué guay! ¿Hacemos
una? Y en el ardor de la siesta en la terraza, con mantas, telas que buscaron,
palos y pinzas de la ropa, lograron lo más parecido a una choza, si bien el
calor los espantó pronto. También en el jardín de mi casa y con mi amiga Leo, hacíamos
escondites parecidos.Nunca me he parado a investigar por qué a los niños les
gusta estar escondidos, tapados, cobijados.
Queridos
amigos, último día de este caluroso junio. Vamos a despedirlo de lujo porque no
volverá; se nos va para siempre. Ya mañana será historia.
Hoy, con
bastante prisa, por lo de resolver temprano asuntos que no faltan, vuelvo a los
veranos de mi pueblo.
¿Nos vamos a la huerta? Seguro que todos estáis listos para acompañarme.
En las tardes de verano, mi padre, de vez en cuando, nos llevaba a la
huerta del Solo –última residencia del pintor Pedro Bueno-. ¡Qué sueño eran las
huertas! Silencio, roto por el ruidito del agua al caer por los
arcaduces de una noria chiquita que, lentamente, movía un borriquillo, dando
vueltas con los ojos vendados, alrededor de una alberca donde se lavaban
hortalizas y dónde muchos niños se bañaban. Y qué agradable era pasear por
entre las planteras de tomates, pimientos, lechugas, canalillos del riego, olor
fresco que manaba la tierra, árboles frutales y algún que otro perro
vagando lentamente al compás de nuestros pasos.
La huerta era también nave de canastas, herramientas y muebles
destartalados que, no obstante, me provocaban curiosidad y cierta intriga como
si algo más se escondiera tras aquellas ingenuas realidades que a
simple vista se mostraban.
Lo que más nos gustaba a los pequeños era el espantapájaros que en
medio de la huerta se erguía gracioso. Parecía un hombre de verdad, un hombre
de palo: brazos erectos como si fueran aspas de una maltrecha cruz,
un viejo sombrero de paja, que le caía tapándole un siniestro e inexistente
rostro, bufanda de cuadros rechinantes, que le llegaba hasta el suelo, y
chaqueta panda como la de un viejo payaso. Gorriones, bandadas de
gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban del
espantapájaros, Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran:
¡cuidado! ¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la noche entre cantos de grillos, gruñidos de
perros, piruetas de gatos por las viejas sillas esparramadas por una pequeña
explanada, acceso al cobertizo de hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la
tierra.
¡Cómo recuerdo aquel paraíso que me parecía la huerta! ¡Y cómo puedo
degustar todavía el sabor agridulce de aquellas perillas de san juan que
el hortelano nos regalaba! ¡Cuántos recuerdos que no quiero arrinconar porque
en su día fueron sueños de niña, fueron vida fecunda en sentires que se iban
escribiendo en la pancarta de mi alma!
Y siempre, al regreso, el alborozo de unos tomates regalados, unos
pepinos o un manojo de rabanillos que todavía veo lavar en la alberca. Algunas
tardes los paseos a la huerta terminaban en melonares propios o de familiares,
y lo primero, casi un sueño, el guarda en su choza pequeñita y casi mágica, que
salía al paso. Después, rozando la noche, el degustar aquella deliciosa
fruta que era diestramente elegida y repartida, a corte de navaja, por el
diestro guarda.No sé por qué me llenaban de misterio
aquellas chozas. Me parecían dibujos de un libro de cuentos, y esperaba que en
ellas hubiera algo más que un camastro y el asiento de una vieja silla,
realidades que al comprobarlas, una y otra vez, me dejaban triste.
Un día le
contaba a mis nietos un cuento que empezaba así: Esto era un hombre que sólo
tenía una choza para vivir… ¿Qué es una choza, abuela? -me preguntaron
con curiosidad- Cuando se lo expliqué, a una, exclamaron: ¡Qué guay! ¿Hacemos
una? Y en el ardor de la siesta en la terraza, con mantas, telas que buscaron,
palos y pinzas de la ropa, lograron lo más parecido a una choza, si bien el
calor los espantó pronto. También en el jardín de mi casa y con mi amiga Leo, hacíamos
escondites parecidos.Nunca me he parado a investigar por qué a los niños les
gusta estar escondidos, tapados, cobijados.
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