Esta historia, queridos amigos/as, no es un cuento, ni es un alarde, absolutamente de nada. Tan solo es un hecho real que viví y que se me representa cada vez que veo imágenes de un desahucio: niños, ancianos que lloran sacados a rastras de sus viviendas. Sinceramente no sé cuál es la solución, pero seguro que la habrá. ¿Somos humanos? A veces, no sé; ¡tantas cosas que no comprendo!
Al amanecer de día, hace
tiempo, viajé a Sevilla en el tren de cercanías. Iba leyendo el Diario, un
tanto compungida por noticias del terrorismo. De pronto, mientras parados en
una estación, dábamos paso al TALGO, unas voces en el andén me sacaron de mi
melancólico éxtasis.
-¡He dicho -gritaba un hombre
de autoridad- que aquí no podéis quedaros! ¡Que os subáis al tren, coño! ¡Aquí
no queremos gentuza! y, si os quedáis, os meto en chirona.
Como un rayo, abandoné mi ensimismamiento sobre el tema del Diario y, con medio cuerpo fuera de la ventanilla, presté atención a lo que estaba sucediendo.
Como un rayo, abandoné mi ensimismamiento sobre el tema del Diario y, con medio cuerpo fuera de la ventanilla, presté atención a lo que estaba sucediendo.
-No tienen billete -oí en tono
más suave, pero contundente, del revisor-, al tren no pueden subir y ya han
viajado bastante por la cara.
-¡Pero si no tenemos dinero ni
pa comer! -se justificaba una pobre mujer, fartuscona, que sostenía con su
débil cuerpo, los vaivenes de su hombre, borracho como una cuba que, con los
ojos transpuestos, y sin dejar de balbucear palabras de otra lejana historia,
se quitaba y ponía, mecánicamente, un raído sombrero de paja con el que hacía
reverencias a diestra y siniestra.
Pues de aquí tenéis que iros;
no podéis viajar sin billete -repetía el revisor, embelesado en otros asuntos.
La mujer, con lágrimas en los ojos, sacó un pequeño envoltorio del bolsillo de un viejo delantal, casi único ropaje.
La mujer, con lágrimas en los ojos, sacó un pequeño envoltorio del bolsillo de un viejo delantal, casi único ropaje.
-¿Hay bastante? -preguntó,
mostrando unas pesetas y algo de calderilla.
-¡Bastante para que os piréis
de aquí ya! -fue la respuesta.
Medio a empujones, entraron al
fin en el tren en marcha. La mujer rompió en lamentos y lloriqueos:
Si mi mama viviera... Con mi
mama no se metía nadie. Si nosotros vamos a Córdoba, ¿por qué nos meten en un
tren que va pa Sevilla? El hombre, de
vez en cuando, amagando a vomitar, le echaba un brazo por encima y la consolaba
tiernamente con palabras que apestaban a vino barato:
-No llores, Carmela; ya
llegaremos. Tú lo vas a ver, pero no llores.
Me cambié de departamento. Decidí acompañarlos hasta Sevilla pero, ante mi sorpresa y su desconcierto e inútil resistencia, nada más parar el tren en la primera estación, la voz rotunda del revisor irrumpió de nuevo:
Me cambié de departamento. Decidí acompañarlos hasta Sevilla pero, ante mi sorpresa y su desconcierto e inútil resistencia, nada más parar el tren en la primera estación, la voz rotunda del revisor irrumpió de nuevo:
-¡Ea, abajo; se acabó el
billete! Por unos instantes, los vi de nuevo en el andén de una estación
cualquiera, al tiempo que otra voz, repetía:
Aquí no pueden quedarse.
En un arrebato de indignación, pena y no sé cuántas cosas más, levanté la voz:
-¡Suban, suban de nuevo al tren!;
yo les pagaré los billetes.
Carmela, sin cesar de limpiarse las lágrimas con el volante del delantal, me daba las gracias, al tiempo que, incesantemente, repetía:
Carmela, sin cesar de limpiarse las lágrimas con el volante del delantal, me daba las gracias, al tiempo que, incesantemente, repetía:
-Si mi mama viviera, a mi
nadie me hacía esto. Mi mama era valiente... Gracias, señorita. Nosotros somos
de Córdoba. Hemos venío a Lora al entierro de mi mama... ¡mama, mama...!
-repetía acentuando sus lágrimas- ¿Qué vamos a hacer en Sevilla? Nosotros vamos
a Córdoba, pero no tenemos dinero y yo quería ver a mi mama.
Al fin, conseguí que Carmelilla y su marido se encaminaran hacia su destino.
Ella, besándome las manos exclamaba:
Al fin, conseguí que Carmelilla y su marido se encaminaran hacia su destino.
Ella, besándome las manos exclamaba:
Usted es como mi mama. Usted
nos ha salvao de ¡sabe Dios dónde nos querían llevar!
Insisto, porque así lo siento:
cualquiera que recordara aquellas palabras... Porque tuve hambre, porque tuve
sed .... hubiera hecho lo mismo o más; nada de particular.
¡Pobre gente! Si hay otra vida, quisiera estar del lado de Carmelita
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