Preciosa Ribera de mi pueblo, Villa del Río
Silencio y balbuceo de los mayores en las plazas, en los paseos, silencio y murmullo del agua en las fuentes, en el río, canto que embelesa en sonoros trinos, la paz de los pueblos.
Mi buen amigo y compañero Carmona esperaba hoy a su hija y nietos.
Durante todo el día, a pesar de su acostumbrado pesimismo, hoy, desde bien
temprano, lo he notado con un gesto de
felicidad que le salía a flor de boca: ¡veremos
que traen al abuelo esos pillines de mis
nietos que son la leche de graciosos y listos!
–ha exclamado-. Mi yerno también viene,
aunque mi hija es la que dispone pero él me quiere, y yo no tengo queja. Lo hace muy
bien con mi hija, y conmigo, que cuando paga la Residencia, le queda bien
poquito para un desahogo. Tengo suerte con ellos lo único que me queda.
Pero, a medida que ha ido cayendo la tarde, Carmona, bien
arreglado, sentado en un poyete del caminillo de entrada, esperando el coche de
la familia, se ha ido también oscureciendo, como si, poco a poco, se fuese desvaneciendo
su alegría. No han venido –me dijo con lágrimas disimuladas-. No obstante saca
fuerzas para conservar su humor y disculparlos: ¡no, si yo me estaba tenía como
el volunto de que no iban a venir. Me decía que la chica estaba un poco
tontilla con las vacunas. Seguro que la tiene mala. De no ser así, ellos
hubieran venido por encima de todo.
¡Pobre Carmona! ¡Si su hija lo hubiera visto toda la tarde
esperando, apoyado en su marrilla, con la gorra hasta los ojos y su rostro
feliz al principio, apagado después, y sus ojos traspuestos con cada coche que
entraba y salía...!
La
madre Marcela tocaba la campana anunciando la hora de la cena, ¡Vamos, hombre!
- exclamé-; otro día vendrán. Vete tú, Paco –me contestó-. Esperaré otro
poco por si hubiesen tenido algún percance con el coche.
Tarde, muy tarde, la hermana Marcela lo entraba al
dormitorio. Al paso lo oí exclamar: ¡Si es que ya somos un estorbo! ¡Si es
que ya somos lo último!
Soledad
de los ancianos, hijos, que hemos aprendido a tragarnos los malos ratos y
seguir sonriendo, aunque nuestra sonrisa, bien entendida, sea la expresión de
nuestras lágrimas por el olvido y soledad en que nos dejan nuestros seres más
queridos.
Hasta
aquí, un relato de esta novela real como la vida, un relato para reflexionad y
entended que no es caridad de buenos hijos, el atender a los padres, sino
obligación. Una visita, una llamada, un paseo, pequeños, pero muchos detalles
que le hagan comprender a los mayores y solos que son queridos, atendidos,
deseados y cuidados por los hijos.
Que
nunca un mayor se pueda sentir estorbo, que nunca pueda sentir que es el último
para todo.
Amigos,
entiendo que hay padres que se exceden en exigencias, reproches, malos humos,
etc. pero, no dando alas a lo que en el fondo es un egoísmo y un abusivo
chantaje, no dejemos de hacer lo que es
nuestra obligación: atendedlos y
amadlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario