Eran las seis de la
mañana. Casi es noche todavía. Una mirada al cielo y mi espíritu se
crecía al contemplar, por el lado de la
sierra, horizonte de nubes negras que, a pasos
gigantes se acercaban
Era ya
otoño, y un furioso anhelo de
amar se había desatado en mí, aunque ni siquiera sabía a dónde iba
a tan irreverentes horas de la
mañana, tiempo mágico para salir a la calle, pasear por el jardín o,
simplemente, para estar en casa, pero notando que los ojos del alma se abren,
mientras el mundo, roto de tragedias, sigue y sigue, de espaldas a esta
maravilla que es la vida en todos sus matices.
¡Mi coche!, siempre el recurso de mi
coche que me lleva, sin ser notada, de acá para allá. Me detengo a tomar café.
Me gustan las tabernillas: el tabernero que canturrea fandangos, cazadores que
se cuentan eternas mentiras, perros callejeros que se me acercan, gente que se
apiña en la parada del autobús, pájaros que vuelan a ras de tierra, papeles que
arremolina el viento, relámpagos, truenos...
Y así, en este escenario de privilegio,
cada movimiento que hago me parece un sueño en el que, eternamente, me
quedaría, renaciendo historias que, si
bien pertenecen al pasado, parecen zarandearme como si una nueva savia me
emergiera entre depresiones, angustias... aupándome hasta la cima donde nace,
crece y es posible el amor.
La ciudad duerme. La ciudad es un
bostezo de truenos que yo, dentro de mi coche, aparcada en la Plaza de las
Tendillas, saboreo y disfruto.
En otros tiempos, cuando la ciudad era
silencio, podía escucharse por toda ella, en días y noches de tormenta, el
campanín de san Rafael, recordando a los cordobeses que él vela, que él es
nuestro Ángel Custodio.
¡Qué bonitas historias las que contaba
mi madre sobre ángeles! Más que ninguna aquella de los niños que lloraban
solos, aterrados por una espantosa tormenta. De pronto, una legión de ángeles
entraron en la habitación y los arrebataron al cielo donde aprendieron la
oración que los ángeles cantaban para aplacar los males de las tormentas:
Santo Dios, santo fuerte, santo
inmortal, líbranos Señor de todo mal. Santo, santo, santo, Señor Dios de los
Ejércitos...
Ya no hay tiempo para soñar con
ángeles, ya nadie cuenta con ellos, ya nadie cree que existan. No obstante yo
apelo a ellos y al Señor Dios de los Ejércitos, para que este mundo vuelva a
ser el paraíso de aquel otro día.
Ayer un niño empezaba un cuento
diciendo: Esto era una vez una gallina que tuvo un huevo…
Hoy, aquí, recibiendo el bostezo
madrugador de los truenos, yo empiezo otro cuento:
Esto
era un ser humano que tuvo un ángel…
Y
hoy, tras muchos años de aquel día, de aquella tormenta, de aquella historia,
sigo repitiendo, si bien la experiencia me ha enseñado algo que cambia el principio de mi cuento: Esto era el ser
humano que se olvidó de que él portaba, podía ser un ángel.
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