Y para los niños de la posguerra, entre lo cuales estaba yo, la noche de los Reyes
Magos era un delirio de cábalas. Mi padre nos hacía escribirle cartas con la
expresión de nuestros deseos. A modo de anécdota citaré el año que mi carta
empezaba así: “Queridos Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Balta “saresteaño”. No
sé por qué mis hermanos no han olvidado el pequeño incidente ortográfico y lo
cuentan y se ríen con bastante frecuencia cuando nos reunimos. Debió ser que mi
padre, muy estricto con la ortografía, me hiciera repetir la carta o tal vez la
ponderara como algo divertido.
Y llegaba la noche de Reyes. Mi padre
era el mayor detonante de nuestros sueños, y creo que él los vivía con idéntica
ilusión. Nos acostábamos temprano, previa ceremonia de colocar nuestros
respectivos zapatos, bien limpios, en el dormitorio de nuestros padres, en el
gran balcón cubierto, -el cierre, le llamábamos- por orden de edades. Realmente todo un
espectáculo.
Comunicando con su dormitorio, estaba
el nuestro, el de los siete, una gran habitación de tres balcones a la calle, y era tal la fantasía
con la que se esperaba la llegada de los Reyes que recuerdo cómo en alguna
ocasión creí escuchar su mágica y sigilosa llegada y sentir el beso que depositaban en mis
mejillas.
Dormíamos poco todos los niños aquella
noche porque de madrugada se producía la eclosión del gran momento: entrar y
ver qué nos habían dejado. Era mi padre el que anunciaba el feliz
acontecimiento: ¡Podéis entrar! ¡Ya han pasado! ¡Y cuántas cosas han dejado!
Corríamos descalzos y nos apresurábamos
sobre nuestros zapatos. ¡Qué espectáculo! Cada cosa en su sitio y todo muy bien
colocados y con tanto cariño que aquellas cuatro sencillas cosas, ante nuestra
vista, eran auténticos regalos de Reyes.
¡Qué alegría aquellas muñecas de cartón piedra! ¡Y aquellas cajas de
lápices de colores! ¡Y los caballitos igualmente de cartón! Y los caramelos y
alguna que otra chuchería. Mis padres, desde la cama, y con grandes
exclamaciones de sorpresa, iban detenidamente examinando y elogiando los
regalos. Y acabábamos todos en la cama felices como ningún otro día del año.
Luego
en la calle, era la hora de exhibir nuestros regalos. Recuerdo cómo los niños
más pobres portaban unas cestitas primorosas con algunos mantecados y perrunas.
Yo los miraba con algo de pena pero creo que aquel día todos estábamos felices;
¡era un día tan especial!
Siempre recordaré, y es
mi sencillo homenaje,
a Juana, cocinera de casa, con su gran moño enroscado como un frondoso nido,
ojos grises y profundos, manos deformadas por la dureza de una vida de trabajos
que nos contaba historias fantásticas y nos hacía soñar con un mundo de
encantamientos.
Allí,
al calor de la cocina, mientras preparaba guisotes o hacía pestiños y roscos de
vino, en los inviernos, o en la puerta de casa entre aromas de jazmines y damas de noche, en los veranos, con insistencia, mis hermanos y yo
repetíamos: Juana, un cuento. ¡Una
historia! De risa, de magia... No, mejor de miedo. ¡Mejor, de los Reyes Magos!”
“Los Reyes Magos -nos decía, y se le iluminaban aquellos
ojos pardos de mirada decrépita y profunda- llevan camellos, pajes, luces de colores, música, campanillas y, a su
paso, perfuman el aire de exóticos olores traídos del lejano Oriente, y
reparten regalos a las niñas y niños buenos, y dejan carbón a los malos. Carbón
que huele a gasolina y azufre... Pero, ¡eso sí!: los niños deben estar
dormidos.
Hoy, después de muchos años, sigo creyendo en los Reyes Magos
que traen regalos a los niños buenos
como nos contaba la buena de Juana
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