¿Usted me comprende?
–era la pregunta con la que terminé ayer y que repetidamente me hacía el marido-. ¡Y por supuesto que lo comprendía!, si bien el sufrimiento
de ella no era ni conocido y mucho menos, comprendido por su marido que con su
actitud de constante reproche poco o nada le ayudaba.
La visité en numerosas ocasiones pero
cambiaron de piso y se fueron a vivir a un barrio de la periferia, desconocido por mí. La
niña cambió, pues, de colegio por lo que
transcurrieron años, unos veinte, casi
veinticinco, sin tener ni una noticia de ellos.
Pero +he aquí que las pasadas Navidades,
al estar cerrada mi cafetería habitual, me desplacé en coche, a otra más
lejana. Tras el mostrador una chica, que sin dejar de mirarme, sonreía: ¿No me conoce? –preguntó al fin-. ¡Ah!
-exclamé mirándola detenidamente-. ¡Tú eres Andrea! ¿Y tu madre? No la he olvidado.
¿Cómo sigue?
La cafetería estaba prácticamente llena
de público y de ahí que, sin contestarme, dio la vuelta al mostrador y,
cogiéndome del brazo, me condujo al interior. Echándose a llorar, exclamó: ¡Se suicidó, se suicido y hace hoy un año!.
Sí, el mismo día de Navidad. No contestaba al teléfono y me desplacé a su casa;
estaba muerta en la cama; se había suicidado con un tubo de pastillas… Al
llegar a este punto, el llanto la ahogaba y a mi me dejaba sin palabras. Por decir
algo le pregunté: ¿dónde estabas tú? ¿Y
tu padre? Se supone que en Navidad no estaría sola. Limpiándose las
lágrimas, exclamó: fue culpa de todos. Mi
padre se había divorciado, y yo vivía con mi pareja en otro piso… A ella no le
gustaban las fiesta. Como estaba así… ¡Qué
barbaridad! –exclamé- ¡Tan joven!
Alguien voceó: ¡Andrea! ¡Que hay público! Recomponiéndose y con los ojos
enrojecidos, nos despedimos.
Han pasado años que la visité por
primera vez pero hoy, vísperas casi de Navidad, al recordarla, me sigo yo
también reprochando algo: ¿por qué no la
visité más? ¿Por qué no ayudarle a buscar nuevas soluciones que, seguro, en
estos tiempos tiene que haberlas?
Una especie de oración me sale del
alma: Donde quiera que estés, Rocío
nunca, nunca podré olvidar tu soledad, sufrimiento, aquellas cosas de la
mente que equivalían tan solo a unas urgencia que se te achacaban: que te
sobrepusieras, que te atiborraras de pastillas como lo hiciste hasta llevarte a
la muerte. Perdona mis ausencias, perdona a todos los que no entendimos tu sufrimiento,
a todos los que no dimos un paso para ponernos
en tu lugar y, concederte, al menos, licencia para aparcar tu coche,
privilegio de tantos, posiblemente, algunos, menos incapacitados que tú.
Y este relato es real y si bien culpa
de todos, pienso que lamentarse por lo que pudimos hacer
y no lo hicimos, nos aparta de lo
que sí podemos hacer y no hacemos. En este caso prestar más atención y
comprensión a las “cosas de la mente” que son auténticas enfermedades, como lo
son las del corazón, pulmón, etc. Y,
sobre todo, reivindicar derechos semejantes a otras discapacidades.
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