Seguimos, amigos/as con mi Álbum de Recuerdos
Los días, en una especie de encefalograma
totalmente plano, se sucedían. Al principio los sonidos de la aldea,
como banda musical de fondo, eran concierto de ladridos, rebuznos, trinos de canarios, alguna que otra voz y de
vez en cuando el listero que, de puerta en puerta repetía: ¡niñas, el listero!
Recuerdo la primera vez que, hacia media
mañana, el sonido de una trompeta con soniquete
callejero solivianta a las alumnas que poniéndose de pie a una exclaman. ¡el
circo, maestra, el circo! Comprendo que se trata de un acontecimiento extra y
que tenemos que presenciarlo. Así que, dos pasos y en medio de la plaza, con una vieja cabra y
una mona medio penada, un pobre hombre airea
a los cuatro vientos un repique de trompeta, en tanto una niña desgreñada, con
una especie de bikini con grandes flrcos, por vestido, toca un tambor. Tiene la
piel negra y los ojos verdes, y a pesar de su aspecto desenfadado e impropio de
su edad, la gitanilla, delgada y suave, parece de cristal.
Entre
carcajadas y comentarios la poca gente, deja las tareas caseras y va saliendo
de sus casas, formando un cerco en torno al circo, como le llaman los niños. El
hombre deja de tocar la trompeta y la niña el tambor, cuando suponen que
en la plaza está el pleno de la aldea, y
en tono de charlatán resabiado comienza
su discurso: Querido público: En primer lugar quiero saludarlos a todos y
decirles que estoy muy contento de poder actuar para vosotros. Ahora vais a ver
a la cabra Catalina, la más cabra y la más lista del mundo, hacer peripecias
como no habréis visto jamás, y la mona Chita, prima hermana de la de Tarzán,
que más que una mona parece una persona por lo entendía y sabeora que es. A
ver, ¿quién puede prestarme una silla vieja? Por favor, alguien que saque de su
casa una silla...
Después,
dirigiéndose a la chiquilla del tambor, prosigue: Y ahora, tú, Sara, baila,
entre tanto, alguna danza de esas que aprendiste cuando estuvimos en la
India...
La
gitanilla se contonea dando volteretas para adelante y para atrás con gran
agilidad, y haciendo reverencias para arrancar aplausos.
Alguien saca una silla vieja con las aneas colgando y
los palillos medio caídos.
¿Vale esta? –pregunta- ¡Claro que vale!
–contesta el hombre. cogiéndola con una mano y dando una vuelta con ella en
alto para que todo el mundo la vea y se dé cuenta de que es una silla de
verdad.
El
gitano, quitándose una piltrafa de gorra, hace un majestuoso saludo antes de
empezar la actuación. Después, con la trompeta en una mano y la mona en la otra, comienza a tocar pausadamente,
con esa musiquilla propia de los circos de verdad que acompaña los momentos
difíciles de los artistas. Se concentra, se hace silencio entre la
concurrencia, y la cabra, seca como un palo, coloca las cuatro patas sobre la
silla y se queda unos instantes en una postura que parece un ovillo, con la
cabeza agachada y como en espera de las órdenes del gitano, que, de repente,
hace un toque largo de trompeta y da por terminada la actuación, saludando de
nuevo en redondo, mientras la cabra, de un salto, se baja de la silla.
El gitano, saluda que te saluda, pasa una
gorra entre el público que, entre aplausos
deposita alguna monedilla.
El
circo se termina. La hora de la escuela también. Las alumnas se dispersan
felices.
Yo me quedo sentada en un banco de aquella plaza, saco mi libreta y
escribo: Nunca olvidaré este día, esta hora, este circo de la cabra, porque es
la vida que llega y se pasa en momentos que, no obstante su sencillez, llenan
el alma de paz, de un no sé qué cósmico
que trasciende los grandes placeres que se buscan y casi nunca se encuentran y
casi nunca satisfacen.
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