Paseos por los alrededores de la aldea
Si algo
recuerdo con especial nostalgia de mi paso por la aldea, son los paseos que, al
salir de la escuela hacíamos cada tarde y al que se unían mayores, como la
madre de don José que, cuando estaba en la allí era la primera en unirse al
grupo. Salíamos de la aldea y por caminos y veredas nos alejábamos hasta que el
toque templado de las campanas de la iglesia anunciando el rezo del rosario, se
escuchaba como mágica melodía por aquellos solitarios y silencioso caminos.
Y
aquel montoncito de casas, coronado por sus pequeña iglesia, visto a lo lejos,
me parecía el dibujo infantil de un
cuento. Sucedía también que cada tarde se producía el encuentro con un puñado
de hombres que regresaba del tajo, y eran paradas largas de conversación, y
era, para mí un auténtico placer escuchar sus relatos de soles e intemperies.
Había un joven
rubio, alto y delgado, cuyo nombre omito, que cada tarde me llevaba un ramo de
flores del campo: campanitas, varitas de San José, etc. Un día al encontrarnos,
exclamó: ¡Hoy no traigo flores para la maestra; me he clavado una espina! Y por
una mano le chorreaban gotitas de sangre. ¡A ver, a ver! –exclamé cogiéndole la
mano que le temblaba-. Y sí, tenía una
pequeña heridita. Saqué un pañuelo y se la limpié como pude. Aquel muchacho,
con olor a tierra, a campo, a sudor y dejándose acariciar más que curar por mi,
temblaba al contacto con mi pequeña mano. Alguien exclamó: ¡Vaya, esto no lo
pillas todos los días! Y él sonriendo,
bajo el ala de un gran sombrero de paja, contestó: ¡ni que lo digas y que Dios
la bendiga!
A finales de octubre, la aldea, a una, se
torno un ir y venir al cementerio que, chiquito, un poco destartalado y pobre,
quedaba rechinante. Flores de trapo y fotografías ampliadas, en color,
mariposas de aceite en sus cacharritos de cristal azul, traídos de la capital,
y cal, mucha cal, que las mujeres con las escobillas y los cubos llenos hasta
el borde, lo blanqueaban todo.
Y al llegar a este punto me tengo que detener porque una adolescente, y
esta sí que la nombro, Victoria Ruiz, que hacía poco había perdido a su madre,
desde que llegué se apegó a mí de una manera increíble. Ella no iba ya a la
escuela pero allí estaba a todas horas, y no solo me acompañaba en horas de clase, sino que
prácticamente para nada a ninguna hora
se separaba de mí, y yo, consciente del
drama que vivía, la acogía con todo mi cariño. Uno de aquellos días me dijo:
tengo que ir al cementerio con mis hermanas. Te acompaño –le dije-. Y allí
fuimos una tarde, muy próximo el mes de noviembre. Agarrada fuertemente a mi
brazo, mi querida Victoria, lloraba y temblaba. También yo, con un nudo que me
ahogaba, permanecí a su lado sin saber qué decir porque podía sospechar lo que
tendría que ser perder a una madre y sobre todo en aquella edad.
Y una larga historia de malas jugadas la aguardaban en esta aventura que
es el vivir. Y hoy, quiero extender mis brazos y llegar hasta ella para
decirle que la quise mucho y que la sigo
queriendo y que la admiro por su valentía y generosidad, ejemplo, que quisiera
imitar. Sí, mi querida Victoria, aquel día de cementerio y lágrimas, decidí
que, te haría de “madre” en todo lo que
estuviera en mis manos.
Y no sé si lo conseguí pero mi cariño era tal que para nada se ha apagado
y cuando te reencontré el pasado mes de agosto, te volví a abrazar como a mi
hija muy querida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario