Final del capítulo XVII: (Voy a
llamar a su abuela… No
está; ha ido al hospital con mi tío-abuelo, que le ha dado un dolor...
No se preocupe; yo la acompaño a su casa. ¡Venga! Con cuidado; la voy a
levantar.)
Lucrecia dando cortos pasos, se quejaba y detenía, Silverio, medio
pisándose el largo batín que siempre vestía y medio a rastras con ella, por primera vez entraba en aquella casa vecina, logrando,
con grandes esfuerzos, que Lucrecia le provocaba, sentarla en el sillón
previamente colocado delante de la cómoda donde su foto de bebé desnuda era el único adorno de aquella pobre habitación. ¿Quiere que llame al médico? ¿Quiere que vaya a mi casa y le haga una
tila? ¡No, no! No llame a nadie; no me
haga nada. Ya se me está pasando el dolor, pero ¡siéntese, por favor! Su compañía me hace mucho bien.
Sentado
en el filo de una descalzadora y sin dejar de dar vueltas a la
mascota, Silverio guardó silencio. Lucrecia, sin dejar de suspirar,
exclamó, al fin: ¡Mire qué niña ahí sobre la cómoda! ¿La conoce? ¿Ha visto
algo más hermoso en su vida? Una
oleada de turbación y sorpresa enrojeció
el rostro de Silverio, cuyos ojos, más chicos y redondos que nunca, se
clavaron, ensangrentados de rubor, en la fotografía. ¡Sí que es una niña
preciosa! ¿Acaso es usted? ¡La misma! -medio vociferó Lucrecia incorporándose hasta coger la foto y ponerla en
manos de Silverio- ¡Y ver en lo que ha
quedado una! -se lamentó socarronamente, limpiándose los ojos como
si las pudiera contener las lágrimas-. No se queje. No la ha tratado tan mal
la vida -se pronunció gangosamente
Silverio-; es una joven muy bella y
especial.
Desde aquel primer paso, Lucrecia, en divertido trance, que la
estimulaba, y como apremio urgente a su
insatisfecha existencia, esperaba nueva oportunidad de comunicarse con Silverio.
No obstante su calculado plan se vio interrumpido por un proceso gripal de su
abuela que, tras semanas de enfermedad, murió una madrugada del mes de
noviembre, cuando en aquel pequeño pueblo, las campanas doblaban día y noche y,
cuando Silverio, como en éxtasis, pasaba los días arrodillado en la capilla del
cementerio, si bien aquella gripe le acarreó trabajo extra en la venta de ataúdes y atención a
familiares. También visitó a Lucrecia, a la que con anterioridad, y con motivo
de su ritual a los muertos, ya había mostrado sus condolencias. Son días de mucho trabajo –comentaba sentado
casi en vilo en la salita que Lucrecia tenía siempre limpia y ventilada-, pero
no quería dejar pasar más tiempo sin hacerle una visita y… ¡Ya sabe! Si
necesita algo, sólo con tocar el tabique o dar una voz por el pozo… Gracias
–interrumpió Lucrecia, rompiendo a llorar-. Mi abuela era tan buena, me quería
tanto… Y ahora, ¿qué voy a hacer tan sola? ¡No diga eso, mujer! Tendrá amigos,
familia…
Lucrecia
no contestó. La muerte de su abuela la dejaba huérfana de todos. No conocía
familia alguna, y amigos… Ella nunca tuvo más amiga que yo, pero hacía tiempo
que mi distancia era cruda realidad; Lucrecia no contaba ya conmigo. Silverio, como
queriendo distender el ambiente, y sin dejar de manosear el sombrero y tragar
saliva, que las palabras se le pegaban al paladar, dijo al fin: No veo la fotito aquella de su infancia;
era tan angelical… Lucrecia esbozó una sonrisa y contestó: A mi abuela no le gustaba verla ahí y la guardó. Bueno, mujer,
paciencia con la voluntad de Dios, y cuide a Florentino, pero cuídese usted
sobre todo, y le repito que ya sabe donde estoy. También, usted debe cuidarse
–contestó Lucrecia en el quicio ya de la puerta-. Lo oigo toser mucho, y este
pueblo es frío y húmedo.
Pasaron unas semanas
en las que Lucrecia apenas salió de aquella casa que, sin su abuela, se le
hacía insoportable. Florentino, con la cabeza ida, tenía que estar vigilado día
y noche, pero un domingo, cuando arreglaba sus plantas y jugueteaba con su perro, le pareció escuchar los pasos de
Silverio. Se aproximo al pozo medianero y acució el oído. Sí era seguro que
andaba por allí. ¡Vecino, vecino! ¡Hola! ¡Estoy aquí! -exclamó alzando la voz- ¿Cómo está? ¡Siempre tan ocupado y reflexivo! Me provoca
extraños sentimientos… Silverio guardó silencio. Lucrecia añadió: ¿Qué piensa?
Pensaba –contestó, al fin, que es muy joven y que un día tendrás que enamorarse y salir de este callejón de pueblo… Ya estoy enamorada de ti –dijo sin reparos Lucrecia- Con
esa bata y ese sombrero pareces un misionero africano de las películas. Sí, un
hombre mayor que me inspira confianza, seguridad, un hombre que me da la paz
que necesito…
Silverio,
con la respiración cortada, escuchaba
complacido aquellas palabras que no acababa de entender: ¿Se trataba de una
sádica y pícara burla o de una sincera declaración de amor?
2 comentarios:
Está muy interesante.Un abrazo
Gracias, amiga. Te lo agradezco muy especialmente, porque, aunque veo que hay muchas entradas, no tengo ni idea de cómo va resultando esta "novela de entregas". He querido hacer una especie de prueba para comprobar qué técnica es más eficaz de cara a promover la lectura. Como nadie escribe comentarios, no sé, al fin, el resultado. Por eso tu comentario me sirve y mucho. Un fuerte abrazo
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