La noticia corre por los medios y personalmente no digo ni que sí ni que no, pero instintivamente he buscado un artículo de hace ya años que rememoraba mis pasos por el matrimonio.
HASTA QUE LA MUERE NOS SEPARE
Una cafetería, un velador, un vaso de café vacío, un cenicero, una colilla, un sillón con rescoldo familiar... Muchos años, casi toda una vida, de amaneceres como receptora exclusiva de unas huellas que reconozco, que me pertenecen y en las que, como un eco, se van superponiendo las mías.
Y así, a las siete de la mañana de cada día, durante un montón de años, dos vasos, dos colillas, un sillón, un rescoldo, dos vidas, dos seres humanos: mi marido y yo.
Y hoy, en esta mañana helada de enero, cuando la rutina es el único programa que me aguarda, cuando me noto perdida en una pereza insoportable, cuando ni tan siquiera una palabra de las que se pronuncian a mi alrededor me resulta nueva, la colilla y el vaso... me llevan marcha atrás, hasta situarme en aquella otra mañana de hace hoy veinte años, cuando mi casa en el pueblo era una fiesta, cuando por mi puerta salía una novia y la gente celebraba una boda: sí, la mía.
Y me veo, “sí quiero, si admito, sí otorgo”. Y mi música favorita, el aleluya de Haendel, eclosionando en mil fervores aquel compromiso de amor del que ni siquiera conocía las primicias más elementales de su inmediata trascendencia.
Y un hombre, el elegido por mí, casi por arte de magia, se convirtió en mi marido, con plenitud de derechos, con la bondad y el cariño, eso sí, a flor de piel, pero con la intolerancia y el poder marital que, como legítimo legado de todos los tiempos, le autorizaba a constituirse en dueño y señor de toda mi persona.
Pero a pesar de mis pocos años, de mi incipiente madurez, de mis principios, mamados desde la cuna y cultivados tan celosamente por mis educadores, a lo largo de mi corta juventud, dije no.
Y empezaron los problemas, las tensiones, las dificultades... Días de silencios que amenazaban con la tempestad definitiva que me devolvieran a un mundo de libertades, a un camino por donde empezar en solitario, sin más compromisos, sin más ataduras, sin más ataduras que la absoluta necesidad de sentirme, ante todo y sobre todo, persona con capacidad de decidir, de realizar un proyecto en la seguridad de que nadie, y menos un marido, me era indispensable.
Pero, cada tormenta, un nuevo intento, una nueva reconciliación... un renacer el amor fortalecido. Y vinieron los hijos, y tuvimos que aunar esfuerzos, responsabilidades, preocupaciones, y nuestros seres queridos morían, y tuvimos que compartir dolores y duelos, y un mal día, me tuve que enfrentar a un quirófano, y ante la nebulosa de la vida o la muerte, sin más ayuda, sin más poderes que mis débiles fuerzas, una rotunda decisión de perder contemplaciones: elegir, pasar, vivir...Y, al despertar, una manos apretaban las mías, un beso se entronizaba en mi frente, una cálida voz pronunciaba mi nombre: Isabel, Isabel
Y aquellas manos, aquel beso, aquella voz, fueron mi primera elección, mi primera boda, mi sí rotundo y en libertad: ”Hasta que la muerte nos separe”.
Y cada noche, cuando su corazón se estrellaba con el mío y sus sueños, que eran como él, de carne y hueso, le transportaban a un relajado y merecido descanso, yo, como en plegaria, le repitía, Duerme tranquilo. Jamás podría hacerte daño, porque te quiero, pero déjame ser a mi manera, si te interesa que viva. Permíteme “jugar” para que me mantenga a punto para cuando tú me necesites, no destruyas con tu egoísmo aquello que constituye mi singularidad y de lo que, en el fondo tú también estás enamorado. Envejeceremos juntos y nuestros restos se amontonarán como hojas secas de un mismo árbol. Ocurrirá sin remedio y yo así lo deseo.
Es fácil romper a la primera, estrenar boda, probar nuevos "platos", pizcando en todos no transigir en ser bocado para ninguno. Es verdad que hay casos insufribles donde la ruptura es un deber, pero, por lo general, y lo que parece imperar en los matrimonios más nuevos, es un rotundo no a la tolerancia, al valor de traspasar la difícil barrera de la convivencia, cuando los primeros defectos hacen su aparición como monstruos gigantes que claman ¡incompatibilidades de todo género! ¡Separación! ¡Divorcio...!
De una forma que puede parecer que hasta salta a la vista, por todo esto, he pasado yo, pasó mi marido, pero mutuamente, nos fuimos descubriendo, nos fuimos, y es totalmente cierto, enriqueciendo. Gracias a él, yo conozco el sabor, el olor, el color de muchos aspectos de la vida. ¿Qué habría sido de mí, sin su sentido práctico de las cosas? ¿Quién me habría sacado de mis profundas depresiones, si él, pacientemente, no me hubiera acompañado? ¿Quién aplaudiría mis pequeñísimos triunfos, si no hubieran estado sus manos para recogerlos...? ¿Quién podría soportar mi complicado mundo de lágrimas y sonrisas, de sueños y rarezas, de nostalgias, de reflexiones, de...?
Para mí, la fidelidad, más que una exigencia sexual del uno para con el otro, es el coraje de saber soltarse de manos, caminar en la misma dirección, pero no con los mismos ojos y en la seguridad de que cada paso, venga del que venga, deja dos huellas, dos vasos, dos colillas...
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