(Final Capítulo VIII: En fin que mi vida iba para diez pero el misterioso destino (¿existe?)
me torció el guión…)
Algo terrible cambio mi glorioso destino. Mi vida, según reza en el
diario que empecé a escribir, cuando sólo era una mocosa, cuando era precoz,
según mi abuela, parecía destinada a ser feliz. Mi madre, con su magisterio del
que estaba perdidamente enamorada; mi padre, con su inseparable maletín de las
joyas y su buen coche, mis hermanos, que a veces me mimaban y a veces me
sacaban el pelo a puñados, sobre todo Quique, que, decía mi madre, parecíamos
el perro y el gato, en el colegio como yo.
Pero
sucedió un horror que nos cambió la vida a todos: mi hermano Enrique –Quique-
murió en un accidente de moto. Yo tan sólo tenía doce años de los de antes. Él,
los veinte recién cumplidos. Aquel espantoso accidente supuso un gran giro en
lo que ya empezaba a ser mi brillante y
espectacular existencia. Sí, la muerte
de Quique, que tanto me impresionó y cuyo cadáver, a escondidas de mis
padres, logré ver por la ventana de su dormitorio, que daba al patio como la
mía, fue, eso, como un tremendo resbalón
que me dejó caos, y creo que para siempre, en lo que ya empezaba a ser mi lúcida y
galopante carrera de escritora. Con
cuatro palabras, más o menos bien secuenciadas, había ganado algunos premios en
el colegio por mis sobresalientes redacciones,
y la monja, sor María, al leerlas, solía exclamar: ¡Vaya con Daliana!
Tiene cualidades; será escritora. Y
yo, que estaba en ello, a escondidas de mis hermanos, que me perseguían,
escribía mi Diario en una libreta que cuidadosamente paginaba y fechaba.
Acaeció que aquel diario, tan rigurosamente secreto, dejó de interesarme,
abatida por la imagen de mi hermano muerto y la
de toda la familia, sobre todo mi madre, sumida en inmensa amargura,
aquella imagen de mi hermano dentro del féretro, mientras doblaban las campanas
y mi casa se convertía en un pilón de sillas, estaba grabada en mi mente de
forma que nada me distraía de ella; sólo pensaba en él y deseaba, con
desesperación, volver a verlo. Perdí el apetito, el sueño, las ganas de salir,
de ver a mis amigas, perdí hasta las ganas de vivir y recuerdo que cuando me
acostaba sólo deseaba morirme para irme
con Quique, aunque sentía pavor de pensar que me encerraran en un nicho o me
metieran debajo de la tierra… Una noche me despertó una especie de
relámpago que entraba por la ventana y
se fijaba como una gran mancha en la pared. En ella apareció sonriente Quique, vestido de motero, tal como lo vi la
última vez. Me miraba y, poco a poco, al tiempo que la luz se desvanecía,
también su rostro se esfumaba de la pared, dejándome, no obstante, sumida en
una extraña felicidad. No me asusté, ni
dije una palabra. Nadie me hubiera creído y tan sólo habría logrado que me
tomaran por aquella niña de fantasías que decían era.
Aquel
súbito encuentro con la muerte me cerró las puertas de todos mis posibles
proyectos y, como punto y final de mi incipientes y gloriosas inquietudes.
En memoria de Quique, y fue lo último, en toda una página de mi Diario,
escribí con rotulador y grandes letras mayúsculas: R.I.P. Es verdad que yo no sabía bien el significado de dichas
siglas, pero las conocía por los montones de estampas recordatorios que de
familiares y conocidos muertos. mi madre guardaba en su misal ¡Uf! Estampas de
doble hoja, negras, grises con Cristos y Dolorosas, con nombres y oraciones, y
yo creo que hasta con olor a muerto. ¡Tristes, muy tristes! De ahí que yo, con
aquellas tres letras, significara en la página cincuenta de mi Diario, el recuerdo de mi hermano,
finiquitando así aquella aventura
literaria que pasó a importarme un bledo.
Era
evidente que sufría de una cruda, de una profunda depresión de la que nadie reparaba. Mi casa se
convirtió en un oscuro pozo de mutismos por el que parecíamos deambular todos
más que vivir. Pero un día, pasados unos años, arreglando antiguas cajas, y con
mi Diario casi olvidado, tropecé con él y fue como el reencuentro con un viejo amigo,
por lo que me precipité a releer mis
ingenuidades, escritas en años felices. Ante todo, me fui a la página cincuenta
dónde recordaba bien, había escrito el recordatorio de Quique, pero, ¡vaya
impresión que me llevé! Resultó que aquella inscripción del RIP, tan dramáticamente rotulada por mí, en
forma de epitafio, había desaparecido. ¡Ni rastro de ella! Tampoco en esta
ocasión conté una palabra, pero aquello no se debía a trastorno alguno: la
página cincuenta, donde se produjo aquella extraña desaparición, seguía allí, tan blanca y
tersa como si jamás se hubiera escrito
en ella. Nadie la conocía, nadie podía haberla manipulado. Nadie.
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