(Final del capítulo VII: El
hombre de humo había hecho su aparición, sin duda, de forma tan extraña que su
recuerdo me provocaba náuseas secas y picores por todo el cuerpo)
Y ahora sigo con mi brillante biografía.
Las circunstancias de mi nacimiento, y las transcurridas a lo largo de mi vida, más o menos, son tan
normales como las de cualquiera. Puede, eso sí,
que tal vez mis genes portaran determinantes que me configuraran una
idiosincrasia bastante compleja.
Sí, un poco rara he sido siempre. Posiblemente
mi sensibilidad, mi emotividad, y todos
esos ingredientes de mi código genético, del ADN, de ese complicado ácido
el de-so-xi-rri-bo nu-clei-co, de esa especie de pasaporte donde se encuentra diseñado a la
perfección el mapa completo de nuestra ancestral herencia materna, paterna,
fueran un complejo revoltijo de... ¡quién sabe! Dando marcha atrás, a lo
mejor en mis genes hay hasta noticia de los dinosaurios. Todo es posible. Sí, de
los dinosaurios.
Mi madre callaba siempre, pero mi padre solía repetir en mal
tono: Esta niña no va bien de la cabeza. Y todo por pequeñas cosas: me
saltaban lágrimas, si en la casa de la vecina manipulaban cebollas, olía a quemado, antes de que se produjera
cualquier pequeño incidente de fuego, y cosas así que no podía callar. En una
ocasión, hablando por teléfono con mi prima Irene, le pregunté: ¿Estás
comiendo tostadas con aceite y ajo? Sí -me contestó- por qué lo sabes?
Porque me ha llegado el olor... Y fue verdad: un intenso olor a ajo me
llegó a través de auricular.
Bueno,
mi madre, maestra. Muy religiosa. No
puedo recordarla sin el largo velo con el que salía de casa para la iglesia y,
en los últimos años, silenciosa y algo ausente, con un rosario siempre entre
las manos. De frágil salud, pasaba largas temporadas con ataques de asma que me
agobiaban al comprobar su dificultad para respirar, siendo aquella
circunstancia una de las que más me hicieron sufrir en la infancia.
Mi
padre, viajante de oros, alto, grueso, unos cien kilos -papá cien, le llamaba
yo-, práctico y un poco materialista andaba casi siempre fuera. Machista, como
todos los hombres, tenía una opinión muy singular de las mujeres: Flores de invernadero –decía-. Los
días que descansaba, se le antojaban largos; eran horas de sillón y lectura de
periódicos que simultaneaba con amigos, casino, cafés y copas.
Mis
hermanos, Enrique –Quique –para mí- y Luís, mayores que yo, un adorable
tormento, sobre todo Quique, mi inmediato superior que me hacía rabiar a todas
horas. ¡Ah! Y el tontainas de primo
Álvaro, un poco pesado y un poco pavo.
En
fin que mi vida iba para diez pero el misterioso destino (¿existe?) me torció
el guión…
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