Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

20 sept 2014

Capítulo VIII


(Final del capítulo VII: El hombre de humo había hecho su aparición, sin duda, de forma tan extraña que su recuerdo me provocaba náuseas secas y picores por todo el cuerpo)  

Y ahora sigo con mi brillante biografía.
Las circunstancias de mi nacimiento, y las transcurridas a lo largo de mi vida, más o menos, son tan normales como las de cualquiera. Puede, eso sí,  que tal vez mis genes portaran determinantes que me configuraran una idiosincrasia bastante compleja. 
Sí, un poco rara he sido siempre. Posiblemente mi sensibilidad, mi emotividad,  y todos esos ingredientes de mi código genético, del ADN, de ese complicado  ácido  el de-so-xi-rri-bo nu-clei-co, de esa especie  de pasaporte donde se encuentra diseñado a la perfección el mapa completo de nuestra ancestral herencia materna, paterna, fueran un complejo revoltijo de... ¡quién sabe! Dando marcha atrás, a lo mejor  en mis  genes hay hasta noticia  de los dinosaurios. Todo es posible. Sí, de los dinosaurios. 
Mi madre callaba siempre, pero mi padre solía repetir en mal tono: Esta niña no va bien de la cabeza. Y todo por pequeñas cosas: me saltaban lágrimas, si en la casa de la vecina manipulaban cebollas,  olía a quemado, antes de que se produjera cualquier pequeño incidente de fuego, y cosas así que no podía callar. En una ocasión, hablando por teléfono con mi prima Irene, le pregunté: ¿Estás comiendo tostadas con aceite y ajo? Sí -me contestó- por qué lo sabes? Porque me ha llegado el olor... Y fue verdad: un intenso olor a ajo me llegó a través de auricular.  
Bueno, mi madre,  maestra. Muy religiosa. No puedo recordarla sin el largo velo con el que salía de casa para la iglesia y, en los últimos años, silenciosa y algo ausente, con un rosario siempre entre las manos. De frágil salud, pasaba largas temporadas con ataques de asma que me agobiaban al comprobar su dificultad para respirar, siendo aquella circunstancia una de las que más me hicieron sufrir en la infancia.
Mi padre, viajante de oros, alto, grueso, unos cien kilos -papá cien, le llamaba yo-, práctico y un poco materialista andaba casi siempre fuera. Machista, como todos los hombres, tenía una opinión muy singular de las mujeres: Flores de invernadero –decía-.  Los días que descansaba, se le antojaban largos; eran horas de sillón y lectura de periódicos que simultaneaba con amigos, casino, cafés y  copas.  
Mis hermanos, Enrique –Quique –para mí- y Luís, mayores que yo, un adorable tormento, sobre todo Quique, mi inmediato superior que me hacía rabiar a todas horas. ¡Ah! Y el tontainas de  primo Álvaro, un poco pesado y un poco pavo.
En fin que mi vida iba para diez pero el misterioso destino (¿existe?) me torció el guión…

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