CAPÍTULO
VII
(FINAL
DEL CAPÍTULO VI: Pero aquel otro día, el timbre de mi puerta a deshoras volvió
a sonar…)
Pero
no, no era el timbre de la puerta; era el teléfono. Medio dormitaba, cuando
aquel sonido a tan altas horas de la noche me soliviantó de tal manera que, sin
más, descolgué el auricular: ¡Hola Aurora! ¿Mala hora? Perdona, pero he sentido
de pronto necesidad de hablar contigo…
Mi desconcierto, al reconocer aquella
voz me dejó sin el menor reflejo, me limité a contestar: Hola. ¿Te he
despertado? Si es así, te llamo mañana. No, no me has despertado –contesté con
la voz entrecortada-. Dime. De nuevo te pido perdones. Quería saber cómo te
encontrabas. Bien, estoy bien. Bueno, mujer de pocas palabras, quedamos en que
paso a recogerte el próximo sábado… No sé si podré, no sé si… Déjate de
excusas. No te molesto más. Felices sueños. Hasta el sábado.
Al escuchar cómo
colgaba dejándome con las palabras en la boca, sentí una impotencia y rabia
tales que me tiré de la cama dispuesta a no sé qué pero quería desaparecer,
huir donde jamás aquel hombre pudiera encontrarme. Sin saber qué hacer, y a
pesar de la hora, las doce y media de la madrugada, me puse encima del pijama
un pantalón y una chaqueta y decidí bajar a Eolo al atrio de la iglesia para
ver de despejarme.
Terminaba el mes de marzo y hacía una excelente temperatura.
Me sentí bien, a pesar de la soledad de la hora. Sentada en un poyete, miraba
al balcón de mi casa que había dejado con luces encendidas. De pronto una gran
humareda envolvía no sólo mi piso sino todo el bloque. Era una columna de humo
que se elevaba y, por encima del tejado, parecía desdoblarse en tres
direcciones. Me disponía a correr en busca de ayuda, cuando me sorprendió la
voz familiar de una mujer que, nada más mirarla, pude reconocer: Se trataba de
Matilde, una vieja asistenta de la limpieza de nuestra farmacia. ¿Qué haces a
estas horas, Daliana? Ten cuidado; pasan cosas. Bajé unos minutos nada más
–contesté cómo si nada-. El perrito que tenía necesidades. ¿Y usted dónde va?
Vengo de casa de mi hija, que está fuera de cuentas, y tiene unos dolorcillos. Nos
vamos a Córdoba. Yo también me iba ya, pero me entretuve observando ese humo
que parece procedente de algún piso. ¿Qué humo? –preguntó, volviendo la cabeza
en todas las direcciones-. Yo no veo ningún humo.
Efectivamente había
desaparecido por completo.
Mi piso con su luz encendida era como un reclamo al
que acudí con vehemencia. Me había dado frío. De nuevo en la cama y de nuevo
mis temores: El hombre de humo había hecho su aparición, sin duda, de forma tan
extraña que su recuerdo me provocaba náuseas secas y picores por todo el cuerpo.
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