Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

13 sept 2014

Escalofríos Capítulo VII



CAPÍTULO VII
(FINAL DEL CAPÍTULO VI: Pero aquel otro día, el timbre de mi puerta a deshoras volvió a sonar…)
Pero no, no era el timbre de la puerta; era el teléfono. Medio dormitaba, cuando aquel sonido a tan altas horas de la noche me soliviantó de tal manera que, sin más, descolgué el auricular: ¡Hola Aurora! ¿Mala hora? Perdona, pero he sentido de pronto necesidad de hablar contigo… 
Mi desconcierto, al reconocer aquella voz me dejó sin el menor reflejo, me limité a contestar: Hola. ¿Te he despertado? Si es así, te llamo mañana. No, no me has despertado –contesté con la voz entrecortada-. Dime. De nuevo te pido perdones. Quería saber cómo te encontrabas. Bien, estoy bien. Bueno, mujer de pocas palabras, quedamos en que paso a recogerte el próximo sábado… No sé si podré, no sé si… Déjate de excusas. No te molesto más. Felices sueños. Hasta el sábado. 

Al escuchar cómo colgaba dejándome con las palabras en la boca, sentí una impotencia y rabia tales que me tiré de la cama dispuesta a no sé qué pero quería desaparecer, huir donde jamás aquel hombre pudiera encontrarme. Sin saber qué hacer, y a pesar de la hora, las doce y media de la madrugada, me puse encima del pijama un pantalón y una chaqueta y decidí bajar a Eolo al atrio de la iglesia para ver de despejarme. 
Terminaba el mes de marzo y hacía una excelente temperatura. Me sentí bien, a pesar de la soledad de la hora. Sentada en un poyete, miraba al balcón de mi casa que había dejado con luces encendidas. De pronto una gran humareda envolvía no sólo mi piso sino todo el bloque. Era una columna de humo que se elevaba y, por encima del tejado, parecía desdoblarse en tres direcciones. Me disponía a correr en busca de ayuda, cuando me sorprendió la voz familiar de una mujer que, nada más mirarla, pude reconocer: Se trataba de Matilde, una vieja asistenta de la limpieza de nuestra farmacia. ¿Qué haces a estas horas, Daliana? Ten cuidado; pasan cosas. Bajé unos minutos nada más –contesté cómo si nada-. El perrito que tenía necesidades. ¿Y usted dónde va? Vengo de casa de mi hija, que está fuera de cuentas, y tiene unos dolorcillos. Nos vamos a Córdoba. Yo también me iba ya, pero me entretuve observando ese humo que parece procedente de algún piso. ¿Qué humo? –preguntó, volviendo la cabeza en todas las direcciones-. Yo no veo ningún humo.
Efectivamente había desaparecido por completo. 
Mi piso con su luz encendida era como un reclamo al que acudí con vehemencia. Me había dado frío. De nuevo en la cama y de nuevo mis temores: El hombre de humo había hecho su aparición, sin duda, de forma tan extraña que su recuerdo me provocaba náuseas secas y picores por todo el cuerpo.

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