Un hombre, que de toda la vida se había dedicado, con gran vocación y dedicación, a limpiar máquinas de escribir, un día decidió hacerse escritor. Se dijo: Ya está bien de poner a punto las máquinas de los demás para que escriban bellos libros. Dejaré este vulgar oficio y me dedicaré a a escribir mis obras que me harán inmortal.
Así, cerrando el taller donde había pasado gran parte de su vida y adquirido nombre y fama, escribió y, con sus ahorros, se público su obra. Después, con ella debajo del brazo, se recorría cafeterías y lugares públicos, repitiendo: ¡Soy escritor, soy escritor! He aquí mi obra.
Un día tropezó con un antiguo cliente, hombre de letras. Éste, al verlo le preguntó:
-¿Qué? ¿Cómo va el asunto de las máquinas? ¡Qué buena mano la suya para el oficio!
-Lo dejé, ¿sabe? Fueron demasiados años poniendo a punto las máquinas de los demás. Ahora trabajo para con la mía.
Y poniéndole un libro en la mano, dijo:
-Tome y lea; presuma de amigo escritor.
El hombre amigo, autor de numerosas obras, hojeó, pausadamente, el libro y exclamó:
-¡Vaya! Compruebo con desagrado el que tú, experto en limpiar máquinas, has descuidado tanto la tuya que esta lectura es ilegible.
Visiblemente alterado aquel hombre, exclamo:
-¿Cómo? ¿Qué me quiere decir? ¿Acaso no ha visto la firma del prólogo?
- ¡Sí, sí! Ha sido lo primero que he visto, pero dime, ¿cuánto has pagado por ella? ¡Sigue, sigue comprando firmas! Y ahora, perdona, es la hora de mi vieja máquina.
Y se alejó exclamando: ¡Con lo buen profesional que era!
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