Hoy os
transcribo una de las muchas, cientos de cartas, artículos que dedico a mis
hijos, nietos, amigos... El escrito de
hoy hoy tiene como protagonista a mi nieto Gonzalo era muy niño: seis añitos.
Noche de mucho frío. Mi nieto me acompaña. Jugamos
al parchís. Con el cubilete de los dados entre las manos, mira detenidamente la
casilla de la calavera. Súbitamente, pregunta:
-Abuela, ¿qué es la vida?
-La vida -le contesto un poco
desconcertada- son muchas cosas: el
aire, el sol, la lluvia, la alegría, papá y mamá, el hermano...
-Y tú – me interrumpe-, y mi amigo Sergio, y
la prima Amalia, y los titos y Hércules... ¿Sabes, abuela que ya tengo un
músculo? ¡Mira qué bola! - exclama, al tiempo que se sube la manga y trata de forzar un pequeñito músculo.
Continuamos el
juego pero sus ojillos, más bien de mirada triste, se van y se vienen sin cesar
a la susodicha calavera.
-Abuela, ¿por qué se gasta la vida?
-¡Ea!, porque todas las cosas se gastan
-trato de explicarle sin cesar en el juego y sin darle importancia al tema-. ¿No ves cómo se gastan las pilas de tus juguetes?
¿No ves cómo se gasta la suela de tus zapatos? ¿No ves cómo se gastan los
lápices y las gomas...?
-¡Ah..! -exclama como muy convencido-,
pero, cuando nos vayamos al cielo,
vamos a estar con los ojos cerrados o con los ojos abiertos?
-Mejor estamos todos juntos con los ojos
abiertos y mirando las cosas que pasan, pero nos venimos pronto, ¿no abuela?
Yo, aunque esté muy gastado, quiero estar con los ojos abiertos siempre...
-Sí, pequeño mío, ¡claro que estaremos con los ojos abiertos!
Mira, mejor no los cerramos nunca, por si acaso. Pero eso que a ti te resulta
tan sencillo y divertido, es a veces tan difícil como engordar un buen músculo.
De ahí que la gente mayor viva, gran parte de su existencia, con los ojos
cerrados, evadiendo responsabilidades y
compromisos. Dejan de ver la luz, y poco a poco, pierden el maravilloso sentido
de la vista; se transforman en topos. Tú, mi pequeño, eres vida y tendrás que descubrir por ti mismo todos los
misterios que entraña el vivir. No olvides nunca que fuiste niño.
Vísperas, muy cercanas de Navidad. Nada mejor para relajar
tensiones y ambientarnos en el auténtico y entrañable sentido de la vida que
las palabras textuales de un pequeño de seis años que empieza a caer en la
cuenta de que la gente se muere.
-¡Anda, abuela, ya he pasado la calavera y eso quiere decir
que soy más fuerte! Como tengo un músculo y como en la Navidad vamos a juntarnos con los titos
y los primos...
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