Hoy, 49 aniversario de la muerte de mi padre, fecha por la que
no puedo pasar como un día más. Falleció de madrugada, y yo sentí que la vida
se me iba con él, y sentí rabia de que saliera el sol, de que la gente siguiera
su vida y el mundo no se detuviera. De mi biografía, os transcribo algo,
pinceladas, tan solo, que puedan esbozar
la figura del gran hombre que fue mi padre.
Bandera blanca y voces que gritan: ¡la guerra ha terminado!
Mi padre vuelve con un saco vacío a cuestas: escuálido, sucio,
enfermo... Por aquel paseo largo, de Valdepeñas, desfile de tropas en formación,
pero él aparece solo. Mis hermanos y yo lo intuimos
más que lo vemos y corremos a su encuentro. En un abrazo de lágrimas nos aúpa a
los tres a un tiempo. Son, lo recuerdo bien, mis precoces emociones.
Después, el retorno a otro pueblo, a otra casa, a nuestro
pueblo, a nuestra casa. Como despedida, en la puerta de aquella casa, donde
pasamos la guerra, dos vecinas, Milagros y la hija, las más cercanas en
aquellos años a nosotros, aunque sin apenas mediar palabras. A Milagros la
recuerdo rubia, bajita con permanente de caracolillos y gafas. A su hija,
recatada y silenciosa como yo, abrazada siempre a una muñeca, mirándome con
gesto ausente. El grandullón de Andrés, desde un balcón, nos mira en silencio,
levanta una mano en señal de despedida, si bien, los ríos de sangre que tanto
ansiaba, no se apeaban de su mirada, ni de su corazón. Yo creo que siempre los
siguió esperando…
Y allí, en nuestra casa del pueblo, nada: un rosal de rosas amarillas,
un cuadro de la Virgen Milagrosa por el suelo, cuatro sillas, montones de polvo
y mohos en los tejados, suciedad y abandono. Mi madre llorando repite: se lo
han llevado todo; no tenemos nada. Mi padre, aunándonos en un abrazo, contesta:
pero estamos vivos.
Calles solitarias, tejados crecidos de jaramagos, gente que
deambulaba asustada, carreras a las esquinas al toque de trompeta que convocaba
al canto del “Cara al sol”, pregoneros que, de vez en cuando irrumpían en el
silencio, entronizado en los días, campanas del Ángelus, campanas de difuntos,
de gloria… Campanas para todo y a todas horas, madrugadores aceituneros, camino
del tajo, braseros de picón, y burros cargados de sacos de aceituna que
incesante trasiego y palabrotas de los arrieros desfilaban por las calles en
los inviernos, y eras, montones de paja, trillos, largas sentadas en las puertas,
mirando al cielo enrojecido por la quema de rastrojos, cines en carteleras y
competición de precios y poco más, en los veranos.
¡Qué pena siento al recordar a mis padres! ¡cuánto debieron
sufrir! Mi padre, constantemente nos repetía: vosotros, si alguien os pregunta
algo, no sabéis nada de nada. Mi madre, enferma siempre, rezaba y traía hijos
al mundo por amor de verdad y por católica -decía ella
Después nacieron tres más, y en medio de unos y otros algún
aborto y entre Blanca y yo, un hermano que murió ahogado con seis meses.¡Qué padres más buenos tuve!, pero, hoy, mi
padre, trabajador, honrado, entregado día y noche a nuestra exquisita
educación, es bandera blanca que podemos
ondear con orgullo infinito, sus hijos, herederos, que tratamos ser, de los
muchos valores de nuestro padre, presente siempre en nuestra vida, en
nuestro corazón.
Viaje de novios de mis padres. Sevilla 1929
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