Memoria que nada tiene que ver con política alguna. Solo memoria de lo que viví de niña en años de la posguerra. Interesante conocer el pasado para valorar el presente y mejorar el futuro.
LAS MAÑANAS DE VERANO
En todas las épocas del año, la gente
despertaba con los primeros rayos de luz que se colaban por persianas y
celosías entre cantos de gallos en los corrales y campanadas del reloj de la
plaza. Pero los días de verano, y en las cortas noches de intenso calor, el día
se precipitaba en luces de madrugada. Las primeras salidas mañaneras eran, bien
al trabajo, bien a la plaza de abastos, situada entonces dónde hoy está ubicado
el Ayuntamiento, y que era también lugar de concentración para grupos de
hombres desempleados que se reunían allí en espera de ser requeridos,
contratados por algún manijero.
Pero también la plaza era eclosión de las
últimas noticias acaecidas y que solían referirse a la noche pasada. Cantidad
de fantásticas historias sobre aparecidos, fantasmas, almas en pena, demonios,
brujas… corrían por el pueblo cada mañana, y Luisa, aquella fiel sirvienta de
casa, la primera en salir a la calle y dar un repaso al mercado, se convierte
en escandaloso altavoz:
No
grites –le pide mi madre-. Los niños pueden oírte y luego sabes cómo se asustan. Y ella: ¡como que se piensa usted que no se van a
enterar en cuanto salgan a la calle! Lo sabe todo el mundo.
Y era verdad. Aún no se había olvidado un
macabro suceso, cuando otro, más negro e impresionante, aparecía. Y no había recato para comentarlo,
llegando a ser patrimonio de pequeños y mayores
que aumentaban y convertían en delirios de macabras y tétricas noticias.
Pero el pueblo, tan demolido por la guerra, tan
desprovisto de recursos de todo tipo, necesitaba mantenerse como en un creativo
trance que si bien sobrecogía los espíritus, alimentaba y estimulaba la
fantasía perdida en aquellos años.
La parroquia era otro centro de convocatoria
mañanera, sobre todo de mujeres que, con grandes y tupidos velos, se apresuraban a Misa en la
cadencia de los repetidos toques de campanas. Misas que a la usanza de aquellos
tiempos se celebraban con el sacerdote de espaldas a los fieles asistentes que
solían ser pocos y que, por lo general, los días entre semana tenían lugar en
la capilla del Sagrario. con aquellas piadosas mujeres
sumidas en misales y libros de variadas devociones. Y el confesionario siempre
a punto como antesala de las Misas, y reverencias profundas, y ratos de oración
con escapularios y rosarios pendiendo en manos y pecho.
Yo fui durante años devota diaria de Misas y
Comuniones, algo de lo que jamás me he arrepentido. Era, por naturaleza,
religiosa y reflexiva.
Y en las casas, desayunos de tostones, mojados,
a veces, en agua-sal, y café de cebada tostada con leche, y los rutinarios
trabajos de limpieza, guisados, entre los que no faltaban, desde bien temprano,
los gazpachos de habas o tomate, con sopones de pan y rodajas de pepino.
Y la gente, en sus diarios quehaceres, cantaba,
y por las ventanas y balcones abiertos se oían letrillas, que hoy me producen gran nostalgia: A la lima
y al limón me voy a quedar soltera. O aquella otra: Él vino en un barco… Mi
madre, con bonita voz, en el “comedor bueno” de la casa –así se llamaba el
lugar que hoy denominamos salón-, y sentada en una mecedora de rejilla, solía
canturrear una triste canción de guerra:
Silencio en la noche ya todo está en calma… Recuerdo que, cuando la escuchaba,
en mi precoz intuición, y aún sin entender bien aquella letra, algo me dolía en
el alma.
Mayores y niños cantaban. Y era una expresión espontánea de romper la
monotonía y largos silencios de las horas de nadie.
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