Aquel día, justo a mis pies, cayó
muerta la mirla. Apuntaban los verdes por la primavera y olores nuevos se habían entronizado en el
aire y como aleluya solemne, bandadas de pájaros emigrantes cruzaban los
cielos.
Ellos, cazadores furtivos, dispararon a
la mirla, bello elemento de aquel paisaje que, como punto negro sobre el limpio
cielo, revoloteaba en los alrededores de mi parcela.
Cayó fulminante sobre el romero. En el
nido, cuatros huevecillos verdes aguardaban calor y tiempo. Unas lágrimas brotaron de mis ojos, y mis
manos reverentes, fueron caricia para aquel lúgubre evento que me palpitaba con
rabia por los puros entresijos del alma.
Jarales, tomillos, hinojos, encinas… Y uno, dos, tres... palomos
surcaban los cielos en arrullos de amores
y en el silencio de las horas y en la soledad del lugar.
Atardecía, cuando, tras depositar el
diminuto cuerpo de la mirla y su nido bajo el madroñal, junto al pino grande,
regresé a la ciudad. Tráfico, gente, campanas... vida. En mi bolsillo, un par de alas negras, mágico
tesoro que, deseaba enarbolar para siempre como glorioso himno a la libertad.
Allí, al rescoldo de mis sueños, junto
a mi almohada, un luminoso y lacrado sobre negro, como urna sagrada, atalayaba
las alas de la madre mirla Pasó algún tiempo. Una noche, cuando la luna
llena inundaba de macilenta claridad las
paredes de mi dormitorio y, cuando
ya el sueño había hecho presa en mis
ojos, me despertó un extraño aleteo.
El sobre negro, arrebatado de mi mesita de
noche por un súbito viento, y en
vaporoso zigzag, revoloteaba por la ventana, al tiempo que la sombra
fulgurante de un pájaro negro se alzaba en palpitantes vuelos y se perdía en la espesura de la noche.
Han pasado años, pero todavía me pregunto si
fue un sueño pero, cuando la luna llena inunda mi almohada, a mi corazón
retornan las notas de aquel himno a la libertad que fueron siempre las alas,
cruelmente arrancadas por detractores de
vida, a la madre mirla.
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