El capítulo anterior era, en realidad, una especie de epílogo, el último de la novela. Es por eso que empezamos.
Era una tarde de vacación de jueves.
Las calles del pueblo, húmedas por el vaho del Guadalquivir, empezaban a ser
oscuras, pegajosas, nostálgicas... Pasos de arrieros, cabreros, aguadores que
se simultaneaban en un perezoso bullir de pregones por las esquinas. Fue en
aquella casona del callejón de la iglesia que hacía esquina con la fuente, la
que tenía banderas en el balcón: la casa de Falange, hogar posible de casi
todas las niñas ¡Ha venido una nena nueva! -voceó alguien- Una nena de la Calle del Río; es la hija de
una mujer mala.
Instintivamente mis ojos la buscaron.
Sí; estaba allí, sola, en un arcaico pupitre, trajinando con las fichas de un
viejo parchís. Su piel era de un blanco
azulado transparente. Sus ojos, saltones, con rojizos ribetes, pero lo más sobresaliente de aquel espigado cuerpo de unos diez años, eran unas largas trenzas rubias de bote. ¿Cómo
te llamas?-le pregunté tímidamente-. ¡Pchs... ! Como las gatas: Lucrecia
-contestó con voz más grande que sus años y mientras se rematabas una trenza
que se le deshacía-. Los nenes me llaman sapo, y un amigo de mi madre me dice
la borgia. ¿Y eso qué quiere decir? No lo sé, y mi madre tampoco lo
sabe, pero mi abuela dice que es algo así como un apellido de cosas malas. ¡Me
gusta tu nombre! -exclamé como si no hubiera escuchado sus últimas palabras-
¡Lucrecia es un nombre bonito! ¿Jugamos a pintar nubes? ¡Mira, mira!; hay
borreguitos en el cielo. ¿Borreguitos en el cielo? ¿Dónde? ¡Yo no veo
nada! –exclamó, asomándose a la ventana- Hay muchas nubes. ¡A lo mejor llueve!
¿Y tú cómo te llamas? ¿Y cuántos años tienes? María, como la Virgen -contesté con la timidez que me
caracterizaba-, y tengo los mismos años que tú. Mi abuela dice que María
nos llamamos todas las mujeres, y mi abuela dice que la Virgen tiene muchos
nombres porque la que hay en la ermita se llama Estrella, y mi abuela dice que
nos ayuda pero yo la he visto y es un palo. ¿Un palo? –pregunté sorprendida- Es
la Virgen, y mi madre es la camarera. ¡No digas eso de la Virgen que es pecado!
Pecado es robar y matar, pero la Virgen es un palo. ¡Pecado! –exclamó
riendo en una desentonada carcajada-. Bueno, ¿nos vamos al terraplén de los Grupos? ¿Es que eres mi amiga? Yo no tengo amigas. A
mí nadie me quiere. Como vivo en la Calle del Río... Yo sí te quiero y
podemos ser amigas, pero no digas que la Virgen es un palo.
-¿Tú mi amiga? ¿Y si se entera tu
padre? Seguro que te castiga. Tu padre es el médico, ¿no? Tu padre tiene dinero;
seguro que te castiga.
Cogidas
de la mano, corrimos por aquellas calles preñadas de otoño por las que ya se auguraba el olor de castañas asadas, braseros humeantes de
alhucema, chasquido de burros acarreando aceituna a los molinos, palabrotas de los
arrieros…
En un santiamén nos plantamos en el
terraplén, tras los Grupos Escolares. Allí, tendidas boca arriba en el pasto,
cuyos tonos se confundían con los pardos ya
de la tierra, que exhalaba húmeda
fragancia, jugábamos y trazábamos garabatos en el aire. Las campanadas del Ángelus confirmaban la avanzada hora del
crepúsculo.
Nuestras almas de niñas, nuestros
pequeños cuerpos, aupados en una insólita
dimensión, pegados el uno al otro, sellaban un pacto: Siempre seremos amigas. De
pronto, de la nada, del silencio, surgió súbitamente un cuerpo, una mirada, una
voz, una mujer que, desde los rigores de un luto, anatematizó, mirándome
fijamente: ¡ya le diré yo a tu padre con quién andas, María! ¿No sabes que ésta es la hija
de una mujer mala de las de la Calle del Río? ¡Para qué cuando tu padre se
entere! Un solivianto nos puso de pie. ¡Corre, corre! -exclamó Lucrecia, al tiempo que increpaba
desenvuelta a la oscura mujer– Mi madre no es mala. ¡Eso será la tuya, vieja
fea! ¡Corre, María, antes de que se chive esta bruja! ¡Que no se entere tu
padre! ¡Dile que estabas con la boticaria! ¡Dile que esta mujer es una
mentirosa!
Las últimas palabras que pude escuchar
en mi huida fueron: Mi madre es buena, hija de puta.
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