CONGERENCIA EN LA RESIDENCIA
Hay que tenerlo todo a punto
–repite la Madre Superiora con los mofletes metidos en los ojos y la boca
redonda y arrugada-. Hemos sido afortunados con la elección de nuestra
Residencia para un ensayo trascendental. Son muchas las personas importantes
que nos van a visitar, y mucho lo que va a tener que hablarse de esta
Conferencia primera. La Hermana Julia, pequeñita y
redonda, con un mandil pardo reliado prosaicamente en el cordón del hábito, nos
transmite la noticia, previamente convocados en el Salón Social: hay que
ponerse guapos y levantar esos ánimos. ¡Esta tarde la Universidad va a venir a nuestra Residencia! No creáis que
vuestra formación ha terminado. ¡Ah, no, no... ¡ El saber no ocupa lugar, y
para aprender y ponerse al día, no hay edad. Hoy, un prestigioso catedrático
vendrá a daros una conferencia sobre la “Autonomía de nuestra Región”. La
Política es el tema de nuestros días y vosotros tenéis que conocerla.
Como un rebaño que pace
somnoliento sobre un verde y fresco prado, los ancianos recibimos la noticia. Alguien,
sujetándose un bostezo, pregunta: ¿qué ha dicho? Y alguien, sin ganas,
contesta: que va a venir no sé quien... Al
atardecer, las monjitas deambulan nerviosas por la Residencia. La Madre
Superiora, con un fuerte ambientador de olor a pino, espolvorea y da
los últimos toques: las macetas del, los pañitos de las jardineras, los cuadros
de los pasillos, el orden de las sillas en el salón, la mesa del
conferenciante, el vaso de agua... Por las ventanas del salón entra un jugoso y
rico olor a naranjos y alhelíes. El primero en llegar es el reportero local,
cargado de trastes al que, por primera
vez, se le brinda una oportunidad joven y revolucionaria. Y las puertas de la Residencia se abren para
dar entrada triunfal al Delegado de Cultura, al encalado y entrajado
conferenciante, a diversas personalidades de las letras e intelectualidad. La
Madre Superiora les brinda un copioso y refrescante refrigerio
Los ancianos, en un impresionante
mutismo, se van acomodando en las esponjosas butacas del salón. Pasaron quince,
treinta y hasta cuarenta y cinco minutos. El Conferenciante habla y habla, cada
vez más engolado y torturante con los tonos que toma el discurso. En la sala,
el silencio y la quietud son como si una bandada de seres humanos pulularan por el aire sordos e indiferentes
que nada tuvieran que ver con las las
palabras altisonantes, vacías y necias del Conferenciante. Por unos instantes,
sólo el gorjeo de los canarios en el patio, las campanas musicales de un reloj
de pared, fogonazos del reportero...
El silencio y
la quietud persisten. Un soplo de aire fresco con olor a naranjos y alhelíes
invade el salón. Entre bostezos e indiferencia, el rebaño se dispersa. Sor Marcela habla al oído de otra monjita: se han
dormido. Y un anciano, al oído de otro: ¿qué ha dicho? El otro: ¡y yo qué sé!
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