¡Qué placer resulta tratar con gente educada. Algo que
parece haberse depositado en el almacén de objetos perdidos. Mi padre, gran
maestro, en constante trance educativo, dedicaba su escaso ocio a educarnos, a
lo siete hijos que éramos, en modales, palabras, comportamientos: aprender a
saludar, respetar, atender a todo el mundo. ¡Y cómo teníamos que comparecer a
la mesa! Limpios, peinados, bien sentados, bien hablados…
Pero aquel tipo de
educación, en mucho y para muchos, se esfumó o, tal vez, como en mi caso, quedó
grabado en el índice de la nostalgia y memoria de valores placenteros. Sin
embargo, donde menos se piensa, la educación se hace manifiesta como me
sucedió, hace algún tiempo en un corto trayecto en taxi.
Me indigna que en
situaciones similares en las que el conductor se olvida de la educación, y
habla con otros compañeros, etc. como si el pasajero fuera poco menos que una
maleta. Mi taxista, aquel día, me hizo sentir
el placer de la educación: palabras precisas, correctas y hasta cultas. Gestos
inusuales: bajarse a abrirme la puerta del taxi, limpieza y postura impecables.
Me suele suceder que, sin saber a qué obedece, me siento importante cuando
alguien me trata así.
Hay quién dice que cultura es sinónimo de educación, pero
de eso nada. Hay gente muy culta que no sabe comer, sentarse a la mesa, respetar opiniones, etc. y
hay gente sin la menor cultura, pero con un sexto u octavo sentido para actuar
con respeto y educación. Eduquemos, pues, a nuestros alumnos para que su
convivencia y relación con los demás resulte un auténtico placer. Donde hay educación -dice Confucio-. no hay
distinción de clases. Yo añado, no hay imposiciones, intransigencias, hay, sí,
libertad, hay moral respeto…, pero el trato se hace insoportable cuando,
haciendo alarde, bien de progreso, bien de
costumbres o comodidad, se olvidan las más elementales normas. No, no es igual cultura que educación, sería,
eso sí, el ideal por el que trabajáramos todos. (*) Maestra y escritora.
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