Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

20 oct 2013

CONFESIONES 9



¡Venga, sonríe! Ya mismo saldrá el sol.

Mal día el de hoy para escribir. Me siento cansada, desganada, casi triste, casi con ganas de llorar, casi llorando… Me duele la piel, me duele el aliento… ¿Por qué? ¡Ahí va! ¡Pues que no lo sé! Cosas muchas y la vida y el cambio de estación que disloca mis biorritmos, esos ciclos biológicos rítmicos que nos afectan –dicen-. Creo, no obstante, que no soy un privilegio de estas manías de nuestra naturaleza. Más o menos como todos: depresiones van y vienen. ¿Y quién no se deprime visto lo visto? ¡Claro lo malo, o tal vez lo bueno, sea ver! Y resulta que yo veo. Bueno, ¿y qué hago? ¡Ánimo, amiga! Sonríe. Una fotito en el Photo Booth y a escribir y  a callar que es lo tuyo! Después hablamos.
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¿MILAGRO O CASUALIDAD?
La llegada del nuevo párroco y mi traslado a casa de Justa marcaron vivencias que me ponen el vello de punta solo recordarlas.
Empezaré por mi nueva residencia. Justa era humilde, sencilla, cariñosa. Se deshacía por atender a sus cinco hijos, pero pronto me confesó que estaba enferma del vientre –decía ella-. El marido, increíblemente opuesto: dominante, desconfiado, maltratador de sus hijos a los que pegaba por cualquier cosa no solo con la correa sino que lo hacía por el lado de la hebilla para causarle más dolor. Y, efectivamente, le provocaba sangrientas heridas que me hacían temblar de horror. Una noche, sin pensarlo, me interpuse cuando golpeaba a una pequeña de seis años. ¡A la calle, a la puta calle! –me gritó, dándome un empujón que medio me caigo de espaldas-. Soltó, no obstante, a la niña y de un portazo desapareció. La pobre Justa suplicante me repetía: ¡Por favor, señorita, no se vaya. Se lo suplico. Es que tiene mal pronto, pero se le pasa. No se vaya; los niños sin usted…  Aquel hombre, por llamarle algo, la mayoría de los días iba borracho y a media noche por lo que un día, a altas horas de la madrugada, se metió en mi dormitorio y, sin más, se me hecho encima. ¡Justa, Justa! –grité-. Y la pobre mujer, pidiendo  siempre mil perdones y a duras penas, lo arrancó de allí, transportándolo a su cama.
Mi decisión de  buscar otra casa se me impuso como irrevocable, pero aquellos niños y aquella mujer eran para mí como una tremenda responsabilidad que no podía abandonar. Justa no hablaba pero en su mirada, pozo de tristeza y ternura, yo adivinaba cuánto deseaba el que me quedara. Ella, la peor  víctima de aquel mal  hombre y mi presencia era  como un alivio para todos. Jamás le vi un mal gesto, jamás me contó nada, pero en las noches la oía suplicar: ¡No me pegues!   
Y sí me quedé. Justa, enferma del vientre, como ella decía, empeoró hasta el punto de padecer grandes dolores que soportaba en silencio sin cesar en sus obligaciones y de vez en cuando, tendiéndose en la cama, cuando se quedaba sola, ya que a los cinco niños me los llevaba conmigo a la escuela. Al regresar un día, estaba medio muerta en la cama. ¡Justa, justa, qué le sucede!
Sin decir palabra, se levantó la ropa y, ¡qué horror! Tenía el vientre agujereado con   insoportable hedor. Corrí en busca de un médico que nada más verla pidió una ambulancia urgente para trasladarla al hospital de la capital. Sin dudarlo me fui con ella. La hija mayor –doce años- se hizo cargo de sus hermanos,  y el marido, que no sabíamos dónde estaba, puesto que viajaba en negocios, apareció a los cinco días, exclamando sin más. ¡Era de esperar! ¡Cosas de mujeres!
En el hospital, la encontraron tan mal que ni tan siquiera le adjudicaron habitación. Oí como una monjita decía: Dejadla en el pasillo. Es cáncer terminal de los peores Para lo que va a durar… Resignada Justa solo me pidió algo: Vuelva con mis hijos, por favor señorita y cuide de ellos.
Y sí que volví, haciéndome cargo de compras, comidas, de todo… Era horrible mi sufrimiento y mis extremas recomendaciones  a los niños para evitar palizas del padre que, cuando de vez en cuando regresaba, y por la menor cosa, les pegaba sin compasión. No sé cómo fue pero una muletilla, una especie de mantra se instaló en mi cabeza, una oración que hacía a la fundadora de mi querida Institución: ¡Salva a Justa, sálvala, te lo suplico! Cientos de veces al día la repetía. Pasaron aproximadamente unos diez días sin noticia alguna y esperando lo peor. No había tanta facilidad de comunicación como ahora y, por mi parte, no podía abandonar ni  la escuela ni a aquellos pobres niños, tan encomendados a mí por su moribunda madre.
Una tarde noche, la cosaria del pueblo, por no sé qué casualidad, pasó por el hospital y nos trajo la gran notica: La Justa está curada. Dicen los médicos que ha sido un milagro.
No me alargo más, hoy, pero quiero insistir en que  todo lo que cuento es cierto. Milagro o no, Justa volvió a su casa y a sus hijos. También a mí, aunque las cosas volvieron a complicarse: un trágico accidente me obligó a denunciar a aquel hombre que, sin sentimientos, maltrataba a su familia.
Y ya ha salido el sol; me voy al jardín. Sí, los árboles, el otoño, mis pequeños placeres de la vida, me esperan. Adiós, amigos del mundo, que tengáis una semana de sonrisas.

2 comentarios:

Katiuska dijo...

Querida Isabel me encanta leer lo que escribes recordando etapas pasadas de tu vida aunque tristes algunas yo si me lo creo porque en la vida también me han pasado cosas muy variadas. Que justa se sanó si que lo creo y me alegró leerlo. Un abrazo

Isabel Aguera Espejo-Saavedra dijo...

Gracias, amiga. Se sanó y vivió, y hoy aquella mujer, a la que la encomendaba y a la que conocí personalmente y sí, me pareció, por sus obras, por su sencillez, por muchas cosas, me pareció -digo- santa, hoy lo es por derecho. Un beso.