Silencio, hijos, callad de vez en cuando, silencio, sobre todo en el alma. Hay que escuchar el rumor del viento en las madrugadas y el paso de las hadas buenas tripulando y portando lo mejor de nuestras acciones, en los crepúsculos.
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No salgáis a buscar felicidad, a mendigarla, a comprarla… Salid, sí, con las manos vacías a encontrarla. Seguro que volvéis con la luz de la paz y la felicidad luciendo en vuestra frente.
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No viváis, hijos, preocupados por el mañana, porque sólo vivimos momentos sumergidos en el tenue agridulce que, en definitiva, es la vida, pero la vida fluye como los ríos y nadie puede bañarse dos veces en la misma agua. Y un momento es la salida del sol, y el ocaso, y un momento, la sonrisa de un niño y el perfume de una rosa, y un momento, el repique de campanas, el paso de un coche fúnebre, un pájaro que canta, un ser humano que llora… Hasta el momento postrero nos queda tiempo para esbozar una sonrisa, para verter una lágrima, para escribir una palabra sobre el blanco tapiz de la vida.
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No dejéis pasar ni un día en blanco en la corta historia de vuestra biografía. La vida es la pancarta que portaremos en el viaje definitivo y en ella debe lucir esplendorosa, como resumen de nuestra existencia, la palabra AMOR.
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Si tan sólo disponemos del momento presente, ¿por qué no vivirlo con la exquisitez de lo único y trascendente? Vividlo sin pensar en el siguiente. ¡Quién sabe si será tiempo en el reloj de la vida!
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No existe un ser humano cualquiera, de igual forma que no existe un día igual a otro. Hay que llevar a mano el rótulo de ESPECIAL para ir colocándolo a todos, a todo en el transcurso de nuestro caminar y así vivirlo.
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